El Bautismo del Señor

 

 

«Vino una voz del cielo que decía: Este es mi Hijo amado, en quien me complazco» – Mt 3,17

 

La solemnidad que celebramos hoy, el Bautismo del Señor, pone fin al tiempo de Navidad; si recordamos, iniciamos el camino del Adviento con un hombre y un lugar: Juan el bautista en el río Jordán, este Juan estaba predicando el arrepentimiento y administrando un bautismo de conversión.

Hoy, cerramos el camino de la Navidad justo donde empezamos, nuevamente nos encontramos con Juan en el Jordán, pero ahora terminaremos el relato empezado a principios del Adviento.

Quisiera que imaginemos juntos la escena: la orilla del río con su fluir tranquilo, la multitud de gente venida de toda Judea, de Jerusalén y de los valles del Jordán [Mateo 3, 5-6]; unos, venidos por curiosidad, otros, por auténtico arrepentimiento. Podemos escuchar el rumor de las cientos de voces confiesan sus pecados antes de ser sumergidos en el río, también el chapoteo en el agua de los que abrazan un cambio de vida (metanoia), el murmullo escéptico de los escribas y fariseos, y la voz de Juan cuyo eco resonaba en el desierto como el rugido de un león [Amós 3,8] invitando a la conversión y rechazando ásperamente a los hipócritas. Aquel bautismo no era, ciertamente, un bautismo de salvación sino un signo de arrepentimiento, la señal de que se iniciaba una nueva vida [Hechos 19, 1-6].

Entre todas aquellas personas aparece Jesús de Nazaret. Él ha oido hablar de Juan el bautista, ha dejado su taller de artesano, a su madre y hermanos, y saliendo de su pequeño Nazaret en la Galilea de los gentiles ha descendido hasta Judea para escuchar de cerca a Juan. Jesús se mezcla entre la multitud, camina entre ellos, escucha sus comentarios, las voces que confesaban sus culpas, ¡Había allí un ambiente de fuerte espiritualidad! ¡Algo nuevo estaba ocurriendo! Jesús se une a todos ellos, él que no tenía pecado fue contado entre los pecadores [Isaías 53,12]. Antes de iniciar su ministerio terrenal, nuestro Salvador quiso identificarse con aquellos a quienes había venido a buscar. Él no se identificó con los sabios, ni con las élites religiosas ni con el poder político, sino con los rechazados, los marginados y pecadores: «No vine a llamar a los justos sino a los pecadores» [Mateo 9,13].

Cuando llega su turno de entrar al agua se produce un tenso diálogo entre él y Juan. El profeta del Jordán no admite bautizarlo: «Soy yo quien debe ser bautizado por ti ¿Y tú vienes a mí?«, pero la respuesta de Jesús desconcierta a Juan por su humildad: «Así debe hacerse, porque debemos cumplir toda justicia» [Mateo 3,15]. Juan le pide «Bautízame tú, cuyo bautismo es superior al mío… Límpiame tú que eres la pureza misma«, pero Jesús se niega, él quiere someterse humildemente al bautismo de Juan, Jesús ha optado por «despojarse de sí mismo, tomar la forma de un siervo y humillarse como hombre obediente al Padre» [Filipenses 2, 7-8].

¡Es así como Jesús se prepara para su ministerio! Aunque podría no someterse a Juan prefiere entrar al agua para identificarse con nosotros, los pecadores, a quienes ha venido a salvar; entró al agua para abrirnos un vado con su humildad para que por medio del agua, sumergidos con él, fuésemos hechos salvos.

Lo que ocurre al salir Jesús del agua es difícil de precisar: Juan y Jesús han percibido al Espíritu de Dios presente en ese lugar y actuando, ¿Cómo explicar su presencia y su ímpetu?, resulta complicado, pero los evangelios recurren a un lenguaje simbólico para que podamos comprender el significado de este misterio: «He aquí que los cielos se rasgaron, y vio al Espíritu de Dios que descendía como una paloma sobre él» [Mateo 3,16]. ¿Qué significa que los cielos se rasgaron? Que se ha roto todo lo que distanciaba la presencia de Dios entre nosotros, Él ya no está lejano ni oculto tras algo sino aquí presente [Mateo 18,20]. Isaías usó esa misma expresión cuando anhelaba la presencia viva y salvífica de Dios en medio de su pueblo: «¡Oh, si rasgases los cielos y descendieras, y a tu presencia los montes de escurriesen!» [Isaías 64,1]; solo de esa irrupción de Dios entre nosotros podría surgir un mundo nuevo [Isaías 65,17]. El mismo Mateo retoma esta fuerte expresión al final de su evangelio al decir que «He aquí que el velo del Templo se rasgó en dos…» [Mateo 27,51] indicando que ya nada puede retener a Dios lejos de nosotros.

«Y vio al Espíritu de Dios que descendía como una paloma…» [Mateo 3,16]. A los primeros cristianos esta imagen poética les habría hecho pensar en el Génesis: «El Espíritu de Dios se cernía sobre la faz de las aguas» [Génesis 1,2], el Espíritu es copartícipe de la nueva creación; su forma de paloma es un símbolo de la humildad y la sencillez, él desciende desde lo sencillo hacia lo sencillo, lo que parece no contar, no con ímpetu ruidoso sino con suave sencillez, porque el Reino de Dios germina desde lo pequeño y en aquellos que son mansos como palomas [Mateo 10,16].

Entonces «vino una voz del cielo que decía: Tú eres mi Hijo amado, en quien me complazco» [Mateo 3,17].  Se pone de manifiesto cuál es la condición de Jesús, él es el Hijo de Dios. La voz del cielo parece hacer eco del salmo mesiánico que canta «Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy antes de la aurora…» [Salmo 2,7], pero también de la profecía de Isaías sobre el Siervo sufriente de Yahveh: «He aquí a mi Siervo, yo lo sostendré; mi escogido, en quien me complazco» [Isaías 42,1], ambos textos han sido leídos e interpretados desde hace siglos por los cristianos en clave cristológica.

 

«Tú eres mi hijo amado»: ¡Tú! Cristiano, cristiana, tú que has sido bautizado en un bautismo más excelente que el de Juan, tú que has sido bautizado en el nombre de la Trinidad, tú que has sido por el bautismo sepultado con Cristo, en su muerte, para resucitar con él y tener vida plena [Romanos 6, 3-4], tú has sido constituido también hijo e hija amados de Dios y revestidos de Cristo [Gálatas 3, 26-27].

Esta Buena Noticia es para ti: Tú eres un hijo, una hija, amado de Dios. Quizá puedes pensar que Dios no se interesa por ti por cómo eres, porque tienes fallas en tu carácter, o tu pasado encierra momentos muy oscuros, o aún hay cosas en tu privacidad que no te enorgullecen, a pesar de todo eso tú sigues siendo amado por Dios, y Él nunca ha renunciado a darte su Espíritu como signo de su amor, para transformarte y renovar tu vida [Romanos 5,5], para alejar de ti todo miedo y temor y que puedas exclamar con confianza ¡Abba, Padre! [Romanos 8,15]. Este es el gran tesoro, la Buena Noticia para todas y todos hoy: ¡Somos amados!. Y si somos sus hijos también somos hermanos los unos de las otras, y podemos decir juntos ¡Padre nuestro!.

Si hoy día asimilásemos esta realidad en nuestras vidas seríamos mejores padres, hijos, hermanos, mejores esposos, mejores ciudadanos, mayordomos óptimos de la Creación. Nuestra casa, esta casa común que es la tierra, tendría siempre las puertas abiertas.

 

«En ti me complazco»: Dios se complace en nosotras y nosotros; la gloria de Dios es que sus hijas e hijos vivan en plenitud. Dios se complace en ti cuando buscas vivir de manera plena. En esto consiste la vida plena, en la sumatoria cotidiana de:

Más amor y menos odio: a tu pareja, a tus hijos, a los vecinos, a quienes vienen de lejos, a los que nos son contrarios. «Todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios» [1 Juan 4,7].

Más sonrisas y menos dureza: «Estén siempre alegres en el Señor… que su alegría sea conocida» [Filipenses 4, 4-5].

Más misericordia y menos juzgar gratuitamente: Vivir sin roer las vidas ajenas, porque «Habrá juicio sin misericordia para quien no practicó la misericordia, pero la misericordia triunfa sobre el juicio» [Santiago 2,13].

Más inclusividad y menos exclusivimos: «Vendrán muchos de Oriente y Occidente a sentarse con Abraham, Isaac y Jacob en el Reino de los Cielos, pero los hijos del Reino serán echados fuera (por su duro corazón)» [Mateo 8, 11-12].

Más fomentar y valorar la vida a nuestro alrededor: en la buena música, en los niños, mediante la amabilidad, en proteger la Creación desde las pequeñas plantas hasta los océanos, porque «Llegó el tiempo de arruinar a quienes arruinaron la tierra» [Apocalipsis 11,18].

Más proteger la vida del prójimo: denunciando y oponiéndonos a todo machismo, xenofobia, racismo y homofobia. «Lo que hicieron a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicieron» [Mateo 25,40].

 

Esta vida plena a la que estamos llamados como hijas e hijos de Dios se basa en una única y breve «sana doctrina»: Ama a Dios sobre todas las cosas, y a tu prójimo como a ti mismo. Una vida vivida a plenitud, conscientes de que somos amados por el Padre Bueno y sumando vida donde vayamos, aún con nuestra sonrisa, es una vida que da gloria a Dios. Este es el reto en esta Solemnidad del Bautismo del Señor. Es nuestro deseo que podamos realizarlo cada día durante este año, y que transformemos vidas a nuestro alrededor transparentando en nosotros mismos la Buena Noticia de Jesús.

 

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