Historia de una conversión: Pablo de Tarso

Domenico Morelli. La conversión de san Pablo.

 

Son muchos los relatos y testimonios de cómo Cristo ha cambiado la vida de personas a lo largo de la historia, pero entre todos ellos ninguno ha estado tan envuelto en la leyenda, ni fascinado tanto o estimulado la devoción de las personas como el relato de la conversión de Pablo de Tarso. Todavía hoy los estudiosos se debaten por desentrañar entre el escueto testimonio que de sí mismo presenta en Gálatas y el relato posteriormente escrito de Lucas en Hechos qué hay de verdad y qué cambios profundos se produjeron en el alma del hombre que sistematizó por primera vez el pensamiento cristiano influyendo en cómo hemos entendido el fenómeno pascual de Jesús a través de los siglos.

Pablo, vale decirlo, nunca dejó de ser judío, nunca renegó de su pasado hebreo, al contrario se mostraba orgulloso de su ascendencia; posiblemente le resultaba asombroso cómo Dios había tenido compasión de él y lo había utilizado para pasar de ser un perseguidor de los cristianos a un apóstol en pleno derecho hasta los confines de la tierra.

Vamos a adentrarnos en la historia de su «conversión» intentando comprender el contexto en el que se originó aquel cambio radical y las consecuencias que trajo posteriormente al cristianismo. Para ello avanzaremos en 3 cortos capítulos.

 

 

I. Esteban, el griego.

 

En el siglo I d.C muchas comunidades judías de la diáspora se reunían en sinagogas para orar y leer la Torá en griego en lugar de hacerlo en arameo o hebreo como ocurría en Palestina. En ese tiempo varios emperadores romanos habían favorecido a las comunidades judías que vivían en las principales ciudades del Imperio en virtud a su religión; ésta generaba interés y respeto entre no pocas personas de la élite romana por su antigüedad y sus estrictas normas morales. Pero las pequeñas facilidades otorgadas a los judíos así como su ánimo exclusivista que los hacía percibirse distintos entre las demás naciones, elegidos, despertó el recelo y, no pocas veces, la envidia de sus conciudadanos. Entre las élites locales surgió un creciente resentimiento ante sus propias libertades recortadas y las exenciones que gozaban las comunidades judías, esto se tradujo varias veces en ataques directos e indirectos, discriminación y la configuración de los judíos como chivos expiatorios dentro de las ciudades del Imperio. Ante esta amenaza, los judíos reaccionaron aferrándose más firmemente a su religión y a su noción de pueblo elegido configurando dentro de sus comunidades y sinagogas una conciencia común llamada ioudaismós que implicaba una fuerte militancia en favor de las propias tradiciones, con un marcado acento en su condición de inmigrantes, y que usualmente podía llegar a tonarse violenta con tal de prevenir cualquier amenaza política a sus comunidades; el ioudaismós era la respuesta desafiante de los judíos de la diáspora ante las presiones locales, una reivindicación de la propia identidad.

Esta forma de conciencia colectiva no solo se hizo común en las comunidades de la diáspora sino que pronto alcanzó a las de Palestina. Algunos judíos palestinos se sintieron insatisfechos por la forma en que el sacerdocio del Templo de Jerusalén parecía vivir en connivencia con los poderes políticos extranjeros que oprimían la nación. Los judíos más radicales miraron con admiración a ciertas sectas como la de los fariseos quienes parecían mucho más comprometidos con la vivencia de la Torá y pretendían vivir aún de forma más limpia que los sacerdotes del Templo, concediendo suma importancia a las leyes y ritos de pureza cultual para lograr hacer de Israel una nación nuevamente sagrada y separada de las demás naciones gentiles, un país santo (heb.: qaddosh).

Curiosamente no todos los judíos se adherían a estas convicciones. Otros tantos se sentían decepcionados por los rumbos que había tomado la religiosidad del pueblo. Así como habían judíos de la diáspora celosos de un Israel Santo y separado de las naciones, hubo también judíos de la diáspora que entraron en contacto con la cultura helénica más abiertamente llegando incluso a apreciar lo que de bueno podían tener la filosofía, las artes y la cultura griega. Posiblemente para estos judíos la Torá no era solo un tesoro exclusivo del pueblo de Israel pues muchas de las leyes ancestrales de la cultura grecolatina podrían estar manifestando a su manera la voluntad de Dios. Por otro lado, la insistencia judaica en un único Dios ¿No era acaso una prueba de la universalidad del mismo, a quien otros pueblos podían invocar aún usando distintos nombres?

Quizá las estrictas normas cultuales y los minuciosos ritos de santificación y purificación les hubieran parecido demasiado fatuos a estos judíos más liberales que hacían más énfasis en el comportamiento ético, el cuidado de los pobres y la filantropía que en el cumplimiento riguroso de las rúbricas religiosas y las pesadas leyes ceremoniales sobre los alimentos, con su descontada obsesión por la pureza. Cuando estos hombres viajaban a Jerusalén para adorar a Dios en el Templo pudieron haberse sentido ofendidos en secreto por la forma en que se explotaba económicamente a los peregrinos, y la manera en que se comercializaba salvajemente en los recintos sagrados con las víctimas y las ofrendas.

Así que cuando ellos oyeron hablar sobre el grupo de los Doce, y cuando escucharon predicar a Pedro, Jacobo y Juan sobre Jesús y su mensaje contracorriente, pudieron haberse sentido plenamente identificados. Los relatos que circulaban entre los discípulos del Mesías acerca de cómo había desenmascarado la hipocresía de los fariseos y la complicidad de los saduceos, y cómo había expulsado a los mercaderes del Templo, y dado más prioridad a los valores humanos de la misericordia, el perdón y la caridad que a las leyes de pureza y al culto superficial, habrían generado entusiasmo entre los judíos más abiertos convirtiéndolos en prosélitos de Jesús. Muchos de ellos, que convivían entre vecinos griegos paganos, pudieron haber pensado en Isaías quien anunciaba cómo el Templo sería «casa de oración para todas las naciones…» en donde no serían despreciados ya ni marginados los creyentes no judíos, es decir, los venidos del mundo grecorromano (Isaías 56: 3-7).

Pero estos judíos convertidos al movimiento de Jesús continuaban orando en sus respectivas sinagogas: los venidos de la diáspora congregaban en las sinagogas que habían levantado en Jerusalén para orar y leer la Torá en griego, mientras que los creyentes autóctonos se congregaban en sinagogas arameas o hebreas. Sin embargo, Lucas nos cuenta (Hechos 6: 1-6) que pronto, al crecer el número de los creyentes, hubo conflictos entre ambas comunidades pues los de habla griega se quejaban de ser desatendidos por los de habla aramea en la distribución de alimentos cotidiana. Según Lucas, los Doce convocaron una asamblea y designaron a siete servidores (gr.: diáconos) para que se ocupasen del trabajo social distribuyendo los alimentos en la comunidad, mientras los apóstoles se entregaban con más libertad de tiempo a la predicación y la oración. Posiblemente el trabajo social de aquellos diáconos iba más allá de la simple repartición de comida; entre ellos se contaba a Esteban, un predicador con fuerte carisma capaz de obtener milagros (Hechos 6:8), y también a Felipe, un líder misionero de avanzada en las regiones Samaria y Gaza (Hechos 8: 4-8. 26. 39-40). Posiblemente estos siete diáconos hayan sido líderes dentro de una congregación judía de habla griega que tenía cierta independencia frente a las congregaciones de habla aramea, lo cual les permitía dirigir sus propias predicaciones, y cuyos avances misioneros habían empezado a aproximar el mensaje de Jesús de Nazaret al mundo gentil.

La convivencia entre los judíos de habla griega prosélitos de Jesús y los judíos de habla griega adeptos al ioudaismós no tardó en chocar estrepitosamente. Algunos judíos de la diáspora se escandalizaron de escuchar entre sus compañeros más liberales noticias sobre la resurrección de Jesús, la idea de que un condenado a muerte en un madero fuese considerado el Mesías (Deuteronomio 21: 22-23) era tan blasfema como las ideas que corrían entre los seguidores de Jesús acerca de que el Templo ya no era un lugar indispensable para el encuentro con Dios, o de que Jesús mismo habría abrogado la Ley de Moisés llevándola a una plenitud condensada en el comportamiento ético. Lucas indica que varios judíos de habla griega partidarios acérrimos del ioudaismós se levantaron y acusaron a Esteban mediante testigos falsos: «Este hombre no deja de hablar palabras blasfemas contra este lugar santo y contra la Ley, pues le hemos oído decir que ese Jesús de Nazaret destruirá este lugar, y cambiará las costumbres que nos dio Moisés» (Hechos 6: 13-14). Las acusaciones eran muy peligrosas, las ideas que imputaban a Esteban eran las mismas que las de los sectarios de Qumrám y de los campesinos que se negaban a pagar los tributos.

De manera literaria Lucas elabora un sermón que pone en boca de Esteban a modo de defensa (Hechos 7: 1-57) cuyo culmen es la epifanía de Jesús en los cielos a la diestra de Dios: «He aquí – dijo Esteban – veo los cielos abiertos, y al Hijo del Hombre que está a la diestra de Dios» (Hechos 7: 56); la asamblea se levantó dando gritos de cólera y dejando sus mantos de oración al cuidado de un hombre llamado Saulo, salieron de la sinagoga arrastrando a Esteban para apedrearlo fuera.

 

 

II. Un hombre llamado Saulo

Hasta ese momento sabemos poco sobre Pablo. El acontecimiento narrado por Lucas tiene lugar al rededor de los años 32-33 d.C (un par de años tras la muerte de Jesús), poco sabemos realmente sobre la vida de Pablo antes de este suceso si bien él mismo nos da algunos datos sobre su impecable origen judío: «… circuncidado al octavo día, del linaje de Israel, de la tribu de Benjamín, hebreo de hebreos; en cuanto a la interpretación de la Torá, fariseo; en cuanto al celo, perseguidor de la Iglesia; en cuanto a la justicia que es en la Ley, intachable» (Filipenses 3: 5-6). Es probable que Pablo, cuya familia había migrado de Tarso a Jerusalén, se educara en la ciudad Santa donde aprendería a leer la Torá en griego en una sinagoga de judíos de la diáspora [Nota: Hay poca evidencia que sustente el testimonio de Lucas de que Pablo fuera discípulo de Gamaliel; de ser cierto que Pablo se preparaba como maestro de la Ley tendríamos pruebas judías de que habría sido excluido o su nombre habría sido tachado como de hecho ocurría con aquellos maestros de la Torá declarados disidentes por adherirse al movimiento de Jesús o a alguna secta; probablemente se trata de un recurso literario de Lucas para dar peso a su figura. No obstante, no deja de ser sospechoso el hecho de que el Pablo fariseo de carácter intransigente se formara «a los pies» de Gamaliel, el más liberal de los intérpretes de la Ley. cf.: Hechos 22: 3.]; no podemos obviar que Pablo siempre escribió en un griego que dominaba perfectamente. Su condición debió haber sido mucho más privilegiada que la de otros jóvenes venidos de la diáspora, no solo dominaba el griego sino que conocía sobre literatura y filosofía griega; en 1 Corintios 15: 33 citó al poeta griego del siglo IV a.C Menandro: «Las malas conversaciones corrompen las buenas costumbres», en Tito 1: 12 citó al filósofo del siglo VI a.C Epiménides: «Cretenses siempre mentirosos, malas bestias, glotones ociosos», el mismo que aparece en la doble cita de Hechos 17: 28 «Porque en él vivimos, nos movemos y somos…» dice el mismo filósofo, mientras que la frase final «… Porque linaje suyo somos» pertenece al poeta Arato en su libro Fenómenos (s. III a.C), aunque el filósofo estoico Cleanto también solía expresarse en términos similares. Por otra parte, si atendemos bien a la dialéctica de sus cartas, Pablo dominaba hábilmente la retórica griega, de ahí que probablemente su formación no hubiera sido tan rigurosamente religiosa como la de los judíos arameos.

Ya en su tiempo los fariseos eran un grupo que presionaba en la sociedad judía, podría decirse que eran fuertes activistas del ioudaismós, capaces incluso de llevar a la muerte a los disidentes como Esteban. Cuando escribió a los cristianos de Galacia, Pablo confesó haber sido un  fariseo celoso que… «en el judaísmo aventajaba a muchos de mis contemporáneos en mi nación, siendo mucho más celoso de las tradiciones de mis antepasados» (Gálatas 1: 14).

Naturalmente, algunos judíos descontentos con la ocupación romana y la administración corrupta del Templo se volvían hacia los predicadores como Juan el Bautista, o integraban movimientos pacifistas como la secta esenia, otros más exaltados integraban el movimiento quasi terrorista de los zelotes… algunos escuchaban y se adherían al Camino abierto por Jesús de Nazaret, pero otros optaban por el ala radical religiosa del fariseismo, estos últimos estaban convencidos de que su fidelidad a la Torá y a las normas de purificación ritual acelerarían la irrupción del Reino Mesiánico liberando a Jerusalén de la opresión. El problema estribaba en que la llegada del Reino se veía entorpecida, si no retardada, no por los gentiles sino precisamente por aquellos mismos judíos disidentes que «colaboraban» a retrasar su irrupción con su escaso respeto por la Torá y el Templo.

Ignoramos cuándo se adhirió Pablo a esta facción de fariseos. Quizá el descontento y el orgullo hayan sido factores clave en su decisión de abrazar una religiosidad más rigurosa. Podemos imaginarlo exhortando a sus compañeros a resistirse a la asimilación de la cultura grecolatina y a evitar cualquier tipo de actos que pudieran disponer a los romanos a sacar la espada. Es probable que aquellos hombres celosos del culto y la pureza se identificasen claramente con el sacerdote Finés, aquel héroe bíblico que, en los años del desierto cuando Yahvéh castigó con una plaga a los israelitas por adorar ídolos gentiles, logró aplacar la ira de Dios matando a uno de los pecadores y a su esposa extranjera (Números 25).

No obstante, cuando arrastraron a Esteban fuera de la sinagoga y lo apedrearon, Pablo tuvo más bien un papel pasivo encargándose de los mantos de oración pero aprobando el suceso. Cuando los judíos adeptos a Jesús continuaron predicando acerca del Camino, Pablo pasó del papel pasivo y aprobador al activo y combativo… «entraba casa por casa, arrastraba a hombres y a mujeres, y los entregaba en la cárcel» (Hechos 8: 3), él mismo se lamentó años más tarde de haber «perseguido a la Iglesia de Dios, intentando destruirla…» (Gálatas 1: 13). Según Lucas, ese fue el inicio de una feroz persecución contra los seguidores de Jesús que obligó a las comunidades de lengua griega a huir hacia Judea y Samaria, mientras que las comunidades arameas cobijadas bajo la autoridad de los Doce se mantenían a salvo en Jerusalén (Hechos 8: 1) quizá porque a diferencia de las comunidades de lengua griega los miembros de las comunidades arameas aún asistían a orar al Templo (Hechos 2: 46; 3: 1) y parecían más a favor de continuar usando el ritual judío en sus cultos. Esto, en cierto modo, les eximió de culpa, pero a la larga causaría serias diferencias entre ambas alas del naciente cristianismo, siendo piedra de tropiezo en el futuro incluso para el mismo Pablo y para las comunidades cristianas que desde el Mediterráneo se relacionarían con el cristianismo palestino afincado en Jerusalén.

 

 

III. El camino de Damasco

Como muchos otros adheridos al ioudaismós Pablo pudo sentirse insultado por la actitud de los judíos seguidores de Jesús que despreciaban el Templo; la fidelidad a un hombre crucificado por los romanos, y su creciente mesianismo, pudo haber generado pánico entre los judíos más ortodoxos quienes veían en ello un peligro político para sus comunidades. Ciertamente Pablo nunca conoció a Jesús pero sus enseñanzas transmitidas por los discípulos encendieron la alerta: Dios podría castigar a Israel por esta nueva infidelidad como lo había hecho en tiempos de Finés en el desierto.

Por ello, cuando supo que los que habían huido de la persecución estaban difundiendo el mensaje fuera de Palestina, en Fenicia, Chipre y Antioquía (Hechos 11: 19), y que las noticias sobre Jesús habían llegado incluso a las sinagogas de Damasco, Pablo «murmurando amenazas de muerte contra los discípulos del Señor, vino al sumo sacerdote, y le pidió cartas para las sinagogas de Damasco, a fin de que si hallase algunos hombres o mujeres de este Camino, los trajese presos a Jerusalén» (Hechos 9: 1-2), casi con seguridad Lucas exagera al decir que Pablo obtuvo autorización del sumo sacerdote para ir a arrestar a los disidentes de Damasco, más plausible es la idea de que algunos líderes fariseos celosos hayan despachado a Pablo con la misión de proteger a la comunidad judía de Damasco, pues difícilmente entraría en la competencia del sumo sacerdote intervenir en las comunidades de emigrados.

Con este ánimo celoso Pablo partió en dirección a Damasco. De acuerdo con Lucas, poco antes de llegar a la ciudad un extraño acontecimiento ocurrió… «repentinamente le rodeó un resplandor de luz del cielo; y cayendo en tierra, oyó una voz que le decía: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?» (Hechos 9: 3-4), cuando Pablo preguntó quién hablaba la voz se identificó a sí misma como «Jesús, a quien tú persigues…» (Hechos 9: 5).

[Nota: Lucas narra en tres ocasiones el relato de la conversión de Pablo siguiendo el mismo esquema a lo largo de Hechos, en 9: 3-6; 22: 5-16; 26: 10-18]

Podría decirse que camino a Damasco Pablo alcanzó un momento de lucidez, un brillo de luz clara en el remolino de su cabeza en el que se abalanzaban las feroces ideas del celo religioso y la vindicación de la Torá. No sabemos si en el trayecto estuvo meditando sobre estas cuestiones, o si previamente ya sentía que el testimonio de los discípulos de Jesús suponía un tropiezo inconsciente para su orgullo fariseo; quizá en la soledad del camino, es decir, a solas con sus pensamientos, el torbellino de su celo pudo disiparse tras elucubrar que, en cuanto a sus convicciones, iba en la dirección equivocada. Él mismo declararía dolido que «no hago el bien que quiero sino el mal que no quiero» (Romanos 7: 19), paradójicamente había intentado hacer un bien adelantando la llegada del Reino Mesiánico mediante la represión violenta de los adeptos a Jesús sin percatarse de que en realidad estaba obrando el mal que no quería; Pablo pudo descubrir como en un destello de fulgor que los discípulos de Jesús estaban en lo cierto, eran ellos quienes en realidad trabajaban por la venida del Reino mientras que él mismo la retardaba con su ánimo violento; y además, con su estricto celo religioso y su ego farisaico había olvidado la ley más importante de la Torá: Ama a Dios y a tu prójimo. Su apego desenfrenado a la Ley había hecho que olvidase el mandamiento de «No Matarás».

«Según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios; pero veo otra ley en mi cuerpo que se rebela contra la ley de mi mente, y que me hace cautivo de la ley del pecado que está en mi cuerpo. ¡Miserable de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte? ¡Gracias a Dios, por medio de Jesucristo, Señor nuestro!» (Romanos 7: 22-25). Al reflexionar sobre el Jesús crucificado y resucitado que anunciaban los creyentes, Dios había liberado el intelecto de Pablo de sus paradigmas religiosos enquistados haciéndole entender con claridad que no estaba luchando en el bando correcto, la voz de Cristo pareció despertarlo de la ilusión religiosa que vivía al anunciarle «Soy Jesús, a quien tú persigues» (Hechos 9: 5).

Pero la historia que narra Lucas sobre la experiencia de Pablo con Cristo es muy distinta de las apariciones del resucitado a los Doce. Para Lucas, el encuentro de Cristo con los discípulos y los Doce fue real, un encuentro físico, es un Cristo que camina (Lucas 24: 15), que es tangible (Lucas 24: 39) incluso capaz de comer (Lucas 24: 41-43) que abre las mentes de sus discípulos para que entendieran correctamente lo dicho acerca de Él en las Escrituras (Lucas 24: 44-47). En el caso de Pablo, Lucas siempre se refiere a su encuentro con Jesús en términos de una «visión» (gr.: orama; cf.: Hechos 18: 9) o «aparición» (gr.: optasia; cf.: Hechos 26: 19) o bien, «éxtasis» (gr.: ekstasis; Hechos 22: 17), de hecho, según Lucas, Pablo nunca vio a Jesús porque estaba cegado por una «gran luz», sino que solo oyó su voz. Quizá de fondo está la insistencia de Lucas en dejar claro que Pablo no era un testigo de la resurrección de Jesús como los Doce, tampoco era un apóstol en pleno sentido… sería Pablo quien en sus cartas reivindicara para sí mismo y sus colaboradores más cercanos el nombre de apóstoles plenamente, sin recurrir a tradiciones o validaciones humanas [Nota: un ejemplo se encuentra en Romanos 16: 7 donde el saludo de Pablo se dirige a Andrónico y a su esposa Junia de quien asegura que son «muy estimados entre el número de los apóstoles». Este pasaje y el hecho de que Pablo mencionara a una mujer como apóstol han creado controversias interpretativas en el cristianismo.

Pero en sus cartas – mucho más anteriores cronológicamente que Hechos – Pablo asegura lo contrario: «¿No soy yo apóstol? ¿Acaso no he visto a Jesús, nuestro Señor?» pregunta insistentemente en 1 Corintios 9: 1; según Pablo, Cristo se le apareció del mismo modo que a los Doce, él es el último en la lista de personas a quienes Cristo se apareció tras su resurrección, asegurando que tras la aparición a Pedro, a los Doce, a los quinientos hermanos y a Jacobo junto con otros apóstoles [Nota: nuevamente Pablo no se refiere a los Doce sino a otras personas que según él son apóstoles sin pertenecer a aquel grupo. Cf.: 1 Corintios 7, hay una diferencia entre la mención de los Doce en el v. 5 y la mención de otros apóstoles en el v. 7.] Cristo se apareció a él «como a un niño nacido fuera de tiempo, así se me apareció también a mí» (1 Corintios 15: 8).

Sin embargo, el fuerte acontecimiento interior que vivió Pablo no podría clasificarse como una «conversión» en el sentido en que hoy la entendemos. En realidad Pablo no cambió de religión, nunca dejó de considerarse judío ni de hablar con un dejo de orgullo sobre su pasado y su estirpe judía. Lo cierto es que Pablo analizó y repensó el fuerte encuentro con Cristo desde su óptica judía, solo así aquel momento fundante en su vida podría tener un sentido, de igual modo, pensar en el momento fundante de su vida desde su propia experiencia judía era el mejor trasfondo para su insistente prédica sobre la libertad cristiana. Pablo había llegado a entender que Dios lo había destinado desde siempre a una misión especial – incluso sobre los apóstoles – del mismo modo en que el mismo Dios había separado desde siempre a sus profetas en el Antiguo Testamento (Gálatas 1: 15; Isaías 49: 1; Jeremías 1: 5). Lo que había ocurrido en Pablo es que habían caído «las escamas de sus ojos» (Hechos 9: 18) permitiéndole una nueva visión y comprensión del misterio sobre Cristo resucitado. Al igual que muchos judíos, Pablo no abandonó la fe de sus padres sino que la asumió de manera nueva de acuerdo al acontecimiento pascual. Esta nueva forma de entender la fe de sus antepasados estaba más en consonancia con el mensaje de Jesús; al desatarse a sí mismo de los lazos ritualistas Pablo tuvo la libertad de vivir la fe y comprender el tesoro ético de la Ley no desde un rubricismo férreo sino desde la libertad que otorga la confianza (gr.: pistis) en Cristo.

En cierta forma Pablo se muestra a veces más como un místico al hablar de su experiencia interna. Hoy día este tipo de lenguaje podría parecernos demasiado afectado, sensacionalista o ingenuo, sin embargo Pablo echa mano de términos y palabras de uso común en la mística judía para expresar los cambios interiores que había experimentado tras su encuentro con Cristo. Podría decirse que Pablo fue el primer místico judío, y a la vez el primer místico cristiano, en poner por escrito sus experiencias. En su época, y hasta mucho después, la experiencia mística distaba mucho de ser la típica experiencia complaciente y beatífica que entendemos hoy, al contrario, los místicos judíos tras un fuerte periodo de ayuno y reflexionar, murmurando plegarias con la cabeza entre las rodillas, era elevado a través de los cielos hasta la presencia divina de donde volvía con mensajes terribles. Por su parte, Pablo se expresaba sobre un vuelo místico o ascensión (2 Corintios 12: 2-4. 7; también Lucas refiere algo parecido en Hechos 22: 17) hasta el tercer cielo (¿estaba recordando su experiencia en Damasco?) con la diferencia de que este habría ocurrido de manera repentina, sin previa preparación y sin que él lo sospechara. Pablo nunca se refirió a su encuentro con Jesús en Damasco en términos de una «visión», como decía Lucas, sino que decía haber experimentado una «revelación» (gr.: apocalypsis; Gálatas 1: 16), Dios le había desvelado a su Hijo para que él pudiera anunciarlo a los gentiles. Se había rasgado un velo que había permanecido sobre el entendimiento de Pablo durante años sin que él lo supiera, y ahora, rasgado el velo podía contemplar y comprender el misterio de Cristo para anunciar la Buena Nueva; el fariseo perseguidor de Cristo pudo ver con claridad que Dios era absolutamente puro y nada podía ponerle mancha ni contaminarlo; al resucitar el cuerpo de Jesús, maldecido por la Torá (Deuteronomio 21: 22-23) y sentarlo a su diestra Dios estaba mostrando que la barrera de lo puro y lo impuro había sido superada, el viejo orden de poder y pureza ritual había sido revertido.

Pablo escribió a los cristianos de Galacia convencido de que Dios le había confiado la misión de anunciar a Cristo a los gentiles (Gálatas 1: 15-16), tras su encuentro con el Cristo resucitado en el camino a Damasco Pablo comprendió el misterio de su misión: los judíos habían considerado siempre a los gentiles como impuros y sucios, ahora Dios le mostraba que aquella distinción no era la suya, Él se interesaba también por aquellos que estaban apartados y a quienes se les llamaba impuros, los despreciados y denigrados por las leyes del mundo, incluso las religiosas. A partir de allí Pablo asumió como propio el compromiso de anunciar al Cristo resucitado en quien ya no había barreras étnicas, sociales o de género sino en quien todos son uno (Gálatas 3: 28).

 

 

Epílogo.

El encuentro de Pablo con Cristo en un momento crucial de su vida no solo fue un despertar sino también una fractura. Encontrarse con Cristo significó en Pablo que su vida anterior se fracturara: se fracturaron sus relaciones con otros fariseos celosos (de hecho quizá sea esa la explicación de que tardara años en volver a Jerusalén, pudo haber temido represalias por parte de sus antiguos compañeros al saberse de su conversión), se fracturaron sus paradigmas religiosos (y sociales), se fracturó la manera en que él se entendía y conocía a sí mismo, pasando de ser el perseguidor de la Iglesia y un fariseo ejemplar a ser el último y más pequeño de todos (1 Corintios 15: 9). Naturalmente supuso una pérdida de cuanto sustentaba su vida hasta ese momento, pero Pablo logró entender y asumir que su vida se había cimentado sobre paradigmas diametralmente opuestos al genuino plan de Dios, por ello no vaciló en afirmar años más tarde que pese a haberlo perdido todo, todo lo consideraba basura con tal de haber ganado a Cristo resucitado (Filipenses 3: 8).

También, a nuestro modo, todos hemos tenido en algún momento un encuentro con Cristo, y este encuentro pudo haber significado cambios en nuestra vida. El proceso de conversión a Cristo en un largo camino que toma toda una vida, nunca podremos decir que estamos completa y satisfactoriamente convertidos porque es Dios y solo Dios quien nos lleva en el camino a Él. Para muchas personas este proceso cotidiano implica que tengan que asumir nuevas ideas sobre sí mismas y sobre lo que Cristo significa para ellas, incluso asumir que determinados paradigmas que hace unos lustros parecían imposibles de digerir al menos entren ahora en un diálogo sincero en nuestro interior.

Cristo nos cambia la vida. Si dejamos todo en sus manos y somos dóciles a su voz, en su Palabra, en la escucha atenta de la predicación, en nuestra cotidianidad, puede llevarnos por caminos sorprendentes. No todos estaremos llamados a ser apóstoles hasta el confín del mundo como Pablo, pero sí estamos llamados a no permanecer iguales después de habernos encontrado con Jesús.

La esencia del mensaje de Pablo que es Cristo se hizo hombre para darnos la libertad, y nuestro reto en el mundo conflictivo y compulsivamente cómodo en que vivimos ser transmisores de esa libertad cristiana a donde vayamos.

 

Gustavo Martínez S. – Vicario.

 

Bibliografía:

Para conocer más sobre Pablo de Tarso, sus obras y las primeras comunidades cristianas recomendamos leer:

 

  • Karen Armstrong, San Pablo, el apóstol más incomprendido. Editorial Indicios, 2016.
  • Carlos Gil Arbiol, La primera generación fuera de Palestina. En: Rafael Aguirre (ed.), Así empezó el cristianismo. Editorial Verbo Divino, 2010.
  • Senén Vidal, Pablo, de Tarso a Roma. Editorial Sal Terrae, 2008.
  • Jordi Sánchez Bosch, Escritos Paulinos. Editorial Verbo Divino, 2007.

 

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