Cuarto Domingo de Cuaresma

Dejémonos amar por Dios

Sermón del evangelio del día: Juan 3, 14-21

 

 

 

Queridos Hermanas y Hermanos,

Que nuestro Padre en los Cielos guíe esta meditación, abra nuestros corazones para recibir su palabra, entenderla y hacerla realidad. Amén

El texto de la prédica de esta mañana incluye el versículo más conocido de la Biblia que Martín Lutero llamó “el pequeño evangelio” o evangelio en miniatura, es así también como lo  aprendí de niña en mi escuela dominical.  Es el versículo 16. Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que cree en él no se pierda, sino que tenga vida eterna.
Este versículo tiene que ser entendido dentro de su contexto; para comprenderlo podríamos imaginar un banquete, como lo expresa el teólogo ingles Burrige  “Aunque el versículo puede ser el centro del banquete, una dieta bien balanceada requiere el resto del alimento; lo que lo acompaña, y lo que va antes o viene después”.

El texto de hoy es la continuación, y también la explicación, del diálogo que Jesús tuvo con Nicodemo, el líder farisaico quien secretamente fue buscarlo, nunca declaró ser su discípulo y sin embargo fue quien le permitió una sepultura digna. Aquel diálogo entre Jesús y Nicodemo trató sobre quién puede entrar en el reino de Dios.

Nuestro Señor Jesucristo nos sorprende muchas veces con sus comentarios, como en el evangelio de hoy. El diálogo se había convertido en monólogo, en una clase de sabiduría y educación.  Jesús cita el Antiguo Testamento como hemos escuchado en la primera lectura.  Durante su peregrinación en el desierto, el pueblo  israelí perdió la paciencia y comenzó a hablar contra Dios y Moisés. El Señor envió serpientes venenosas, algunos opinaron que fueron las cobras,  para castigar a los rebeldes y muchos murieron en las picaduras. A súplica del pueblo,  Moisés ora a Dios rogando por el perdón, y como respuesta el Señor le pide hacer una serpiente de bronce y colocarla en un asta de bandera.  Cuando alguien era mordido por la serpiente, tenía que mirar a la serpiente de bronce y se salvaba.

Jesús evoca este pasaje, Como levantó Moisés la serpiente en el desierto, así también tiene que ser levantado el Hijo del hombre,  para que todo el que crea en él tenga vida eterna”  haciendo referencia a su propia muerte, donde fue “Levantado a la Cruz” y luego “fue levantado” a los cielos.

Aquí estamos hablando de una mirada de fe que puede salvar, sea de la mordedura de una serpiente o las mordeduras de las serpientes de la maldad humana.  La serpiente es el símbolo de la tentación y del lado oscuro de la vida.  En el relato del desierto, Dios no elimina las serpientes, sino que da un remedio para la curación de las mordidas.  En la misma forma Dios tampoco libera el mundo de la maldad, ni nos libera de las consecuencias de nuestras malas acciones, si hemos mentido tenemos que sufrir las consecuencias de la mentira, si hemos matado a alguien, no podemos revivirlo.   Por el contrario,  Dios da la oportunidad de curación de nosotros mismos, a partir de una mirada de fe hacia Cristo Jesús.

Es levantar la mirada a Cristo crucificado, a Cristo resucitado, a Cristo quien rescata al perdido, sana al enfermo y da vida en abundancia.  Basta que pongamos nuestra mente en él, dirijamos la mirada a él, que busquemos refugiarnos en sus cuidados, y él responde  dándonos más fe.  Esto no es difícil, aunque muchas veces cuesta reconocer la propia incapacidad o el propio orgullo.  Se trata de una confianza sencilla, porque en  la profundidad de cada ser humano reposa la esperanza de una presencia, un deseo de algo que no se sabe definir, pero que siempre ha estado ahí.  San Agustín, cuatro siglos después de Cristo declaró su certeza: “Si tú deseas conocer a Dios, ya tienes la fe.” 

La fe, como la vida espiritual, se construye poco a poco.  La fe se fortalece en la medida que la vivimos, que la experimentamos, que la adoptamos, que nos lleva a vivir el amor.

»Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que cree en él no se pierda, sino que tenga vida eterna.

El motivo de Dios al enviar su Hijo al mundo, ha sido y es el amor, y el objetivo de Dios es la salvación. No es una salvación automática, sino requiere la decisión de la persona. Es una oportunidad, no es una obligación. El requisito  es la fe.

Hubiera sido menos costoso para Dios ignorar los pecados del mundo y permitir que la gente viviera en tinieblas, pero eso reflejaría, no el amor, sino la apatía. Lo mismo pasa con los padres terrenos. Es mucho más costoso en tiempo y energía para un padre o madre orientar a sus hijas o hijos, que dejar que hagan lo que quieran. Requiere sacrificio.  Dios hace ese sacrificio por todos nosotros.

La recompensa de no perderse es tener vida eterna.  La palabra “tener” está en tiempo presente, dando a entender que los creyentes la poseen aquí y ahora, como anticipo de herencia.  La vida eterna a que se refiere Jesús, él mismo lo explica más adelante en el capítulo 17:2 de mismo evangelio de Juan, cuando ora antes de su pasión.

“La vida eterna consiste en que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quién tu enviaste.”  

Aquí la palabra “conocer” lleva consigo la aceptación, la fe, el amor y la obediencia a Dios y a su Hijo. No es una creencia ciega, sino la experiencia directa de Dios, conocerlo a él.  Es el don ya recibido, la vida eterna como una relación con Dios que ya ha comenzado.

El problema del que Dios quiere salvar al mundo es la condenación, siendo la causa de la condenación: que la luz vino al mundo, pero la humanidad prefirió las tinieblas a la luz, porque sus hechos eran perversos.

Basta mirar a nuestro alrededor, escuchar las noticias y leer los periódicos para constatar los niveles de corrupción y violencia que vivimos hoy en la sociedad. Hablamos de falta de valores, unos acusan, otros juzgan, nadie quiere asumir la responsabilidad.  Parece que quien con más lodo y barro pueda ensuciar al otro queda  como vencedor.  Las noticias están pendientes de las declaraciones de corrupción en el sonado caso de Odebrecht, los feminicidios están en el orden del día, y a la par florece el coima, el narcotráfico y la trata de personas hasta en las zonas más remotas del Perú.  Y el mundo sufre de violencia, pensamos solamente en Siria.  

Se escucha con frecuencia la pregunta: ¿Por qué tantas desgracias, por qué Dios no hace nada, por qué no lo evita?  El amor de Dios es tal que quiere que tengamos la libertad para escoger.  Si uno escoge la fe, entra en el plan de rescate que Dios tiene para toda la humanidad.  El que decide no poner su fe en Dios y aceptar su gesto de amor al enviar a Jesús como el Cristo y Salvador, se condena por su propia decisión.
El envío o regalo de Dios para algunos es salvación y otros, condenación. 

El famoso teólogo Rudolf  Bultmann lo expresa diciendo: “La incredulidad, al cerrar la puerta al amor de Dios, convierte su amor en juicio”

Queridos Hermanas/Hermanos, Dios es amor. No fuimos nosotros sino él quien nos amó primero.  Todo comienza por dejarse amar por Dios, aceptar esta gracia divina en la persona de su hijo unigénito Jesucristo. Tú, hermano, hermana, ¿te sientes amado por Dios? ¿O todavía hay en tu corazón temor para ver la luz y tu vida en esta luz, temor de no ser perdonado?
Aceptemos el amor de Dios, la oportunidad que él nos da ahora de una vida nueva, diferente,  una vida donde Dios reina en tu corazón, con paz, amor, perdón, alegría y felicidad que nadie te puede quitar.  Permitamos que Dios “teja nuestra vida como un hermoso vestido, con los hilos de su perdón y su infinito amor.”

Oramos con ese cántico de Taizé que repetimos cada miércoles en la iglesia:

En ti, Señor, reposa todo mi ser,
He sido amado por ti.
Si, solo en ti se alumbra la esperanza.
En ti solo, Señor.

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