Meditaciones Luteranas

La Entrada Anti-Triunfal de Jesús

Evangelio de Marcos 11, 1-11.

 

 

 

Es el mes de Nisán. La luna llena está acercándose. Miles de peregrinos judíos provenientes de todas partes del Imperio Romano aprovechan la red de vías que cruzan los territorios de las provincias para dirigirse en masa a Jerusalén. Han venido a barco y a pie, desde Roma, Siria, Egipto, Cirene, Antioquía, Corinto, Tesalónica y varias ciudades más, todos con un único deseo: llegar a Jerusalén.

Se detienen en el Monte de los Olivos desde cuya cima puede verse la Ciudad Santa. Allí prorrumpen en cantos de gozo («Me alegré cuando me dijeron: Vayamos a la casa del Señor. Y ahora estamos aquí, de pie en tus umbrales Jerusalén… ¡Por mis hermanos y compañeros te deseo la paz!… Oh, Jerusalén, que haya paz entre tus muros…») no pocos lloran al ver la ciudad y el magnífico Templo cuyo resplandor obliga a apartar la mirada (Flavio Josefo dice que estaba recubierto de láminas de oro puro y resplandecía como una «cumbre nevada al amanecer». Cf. La Guerra Judía, V, 222-223). La mayoría tiene anhelos de entrar a celebrar la Pascua, pero también hay anhelos escondidos, latentes entre la muchedumbre que entra a raudales en la ciudad de David: anhelo de liberación.

Entre esa muchedumbre que sube y acampa en el Monte de los Olivos como etapa previa a la entrada en Jerusalén están Jesús de Nazaret y sus compañer@s. Posiblemente no es la primera vez que suben a Jerusalén, pero ciertamente es la última que Jesús entra en la ciudad, de hecho ya no regresará a casa con sus discípul@s y lo sabe.

Jesús parece planificar bien su entrada. Hace que sus discípulos se dirijan a una aldea cercana (Mateo insinúa que se trata de Betfagé) y desaten un pollino (la cría de una burra) atado junto a una puerta para él montarlo, si alguien les pregunta dirán que el Señor lo necesita y que lo regresará en seguida. Fueron, encontraron el pollino, al desatarlo les preguntan unos «¿Por qué lo desatan?», ellos dan la respuesta y les dejan llevarse el animalito. Entonces tienden sobre el pollino sus mantos y Jesús sube en él, algunos cortan ramas de los arbustos, supondríamos que olivos en su mayoría, y tapizan el suelo ante Jesús. En seguida el grupo de romer@s que avanza en río hacia las puertas de la ciudad empieza a sentir que se enervan los ánimos, algo está ocurriendo, algo insólito y sorprendente… Empiezan a oírse voces de júbilo y aquí y allá, delante y detrás de Jesús, l@s que avanzan gritan con alegría: «¡En el nombre del Señor, sea bendito el que entra!» (Salmo 118:25-26) dicen a coro, y claman «¡Hossana! ¡Hossana!» (en heb.: ¡Sálvanos!). Así entre cantos confusos de júbilo y victoria, en el bullicio festivo entró Jesús a Jerusalén.

Sin embargo, la entrada que conmemoramos hoy como Domingo de Ramos está muy lejos de ser una entrada «triunfal». En realidad es una entrada hábilmente planificada por Jesús con una simbología que difícilmente pasó desapercibida a los ojos de quienes estaban alerta. Unos siglos antes (129-130 a.C) Adriano, emperador Romano, había visitado las provincias de su imperio montado en un reluciente caballo blanco, vestido con armadura de guerra, y ante el júbilo zalamero de los pueblos sometidos que salían a recibirlo con himnos y panegíricos como a su monarca. Así han desfilado los poderosos, civiles y militares (sobre todo militares) desde siempre y aún seguimos asistiendo a desfiles y «paradas» donde se despliegan las fuerzas destructivas ante el pueblo que aplaude, en un alarde de poder disfrazado de bonitos juegos aéreos y marchas marciales. 

Pero nuestro Jesús de Nazaret tiene el fino sentido del humor que caracteriza a Dios. El Mesías hace su entrada anti-triunfal en la Jerusalén de los romanos no sobre un blanco corcel sino sobre un burro. A ojos de quien podía entender, aquello no solo resultaba ser una crítica mordaz al poder opresor sino una burla irónica a demás. Un héroe montado en una acémila resulta ridículo, ridículo hasta la risa, pensemos en el Quijote en su famélico jumento y en Sancho sobre su asno, por ejemplo… Mucho antes que el ingenio burlesco de Cervantes tenemos a un Jesús que entra en Jerusalén en un animal impropio de la guerra, más propio de labores humildes de campo.

Pero el gesto de Jesús no deja de ser genial. El Reino de Dios germina siempre desde lo pequeño, lo que no cuenta: un grano de mostaza diminuto, la sencillez de los niños, una cuna en un establo, y ¿por qué no? también desde lo que la sociedad, la política y hasta la religión considerarían ridículo: por ejemplo, un líder sobre un burro. Pero hay algo más: frente al caballo de guerra, que obedece fiel y ciegamente, está el testarudo burro que evoca la paz del campo, pero también el sudor del trabajo humilde y duro (como el de los oprimidos), el burro que no tropieza dos veces en la misma piedra y se inmoviliza tercamente cuando el camino es abrupto nos recuerda la necesidad de una conciencia insobornable y obstinada en el camino del bien, difícil de convencer para seguir la senda de los impíos. Hay que tener un poquito de obstinación de burritos para empeñarnos por el Reino de Dios, pero nunca una conciencia asnal…

Jesús no olvida que Zacarías había predicho que el Mesías entraría en Jerusalén «justo, victorioso y humilde» (Zac 9:9) montado en un pollino. Esa primera descripción, «Justo», no escapa tampoco a quien escucha o lee hoy este evangelio: Jesús envía a sus discípulos a desatar el animal con la promesa de que lo devolverá en seguida. ¡Qué distinto a todos esos líderes políticos de ayer y hoy que se han apropiado, o mejor dicho rapiñado, el bien público para servirse del pueblo sin jamás devolver lo robado! Pensemos en lo mucho que sufre el pobre campesino sin su indispensable animal de carga, pero Jesús no es así, toma el animal y lo regresa.

Finalmente están los gritos del pueblo. Se ha achacado a la multitud de hipócrita por cantar Vivas y Hossanas a Jesús al entrar a Jerusalén para luego pedir su crucifixión unos días después. Los exegetas pueden decir mucho al respecto, exculpando unos o acusando otros. Lo más probable es que como de costumbre, un pueblo que un día dice Hossana y otro día clama ¡Crucifíquenlo! es un pueblo que no sabe decidir lo que le conviene. Pasa hasta en las mejores democracias.

Este grito de Hossana debió hacer ruido en Jesús. Aquello de «Bendito el reino de nuestro padre David» debió hacerle sospechar que la multitud definitivamente no entendía lo que pasaba: No es este un Reino triunfal, nacionalista (Davídico) y poderoso, el Reino al que apunta Jesús comienza en lo ridículamente pequeño, pasa por la derrota de la cruz, toca a tod@s en todas las naciones y basa su poder en la enorme capacidad de Dios para liberar y redimir.

Así, entre vítores y palmas entra Jesús en su Jerusalén. No es el desfile de ningún orgullo ni la «parada» militar de ningún emperador, tampoco es una procesión piadosa llena de cirios y cofrades anónimos. El Rey de Reyes entra sobre un jumento cual profeta novísimo en la ciudad que apedrea a los profetas. Había ya ojos y oídos atentos a estos detalles, entre la multitud y tras las celosías, esos mismos ojos y oídos que planificarán cuanto antes deshacerse del Mesías aterrados por lo peligroso que resulta un profeta en medio de una ciudad sumida en el paroxismo de la devoción religiosa y empapada en resentimiento y ansias de liberación, el combustible del que han estado empapadas siempre todas las revueltas y revoluciones. Habrá que esperar a la Pascua para ver en qué para nuestro Mesías.

 

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