PRIMER DOMINGO DESPUÉS DE EPIFANÍA

 

 

Todos los que habéis sido bautizados en Cristo, de Cristo estáis revestidos.

(Gálatas 3:27)

 

SERMÓN – DOMINGO 09/01/2022

REVESTIDOS DE CRISTO POR EL BAUTISMO

 

Introducción

Queridos hermanos y hermanas.

El día de hoy la liturgia de la iglesia recuerda el bautismo del Señor en el río Jordán de mano de Juan el Bautista. En días pasados hemos celebrado la fiesta de la Epifanía (06 de enero) con la cual se ponía punto final al tiempo de Navidad y, a partir de ahora, damos inicio al tiempo de Epifanía que se extenderá domingo a domingo hasta el próximo miércoles 02 de marzo en el que iniciaremos el tiempo de Cuaresma con el miércoles de Ceniza.

Esta celebración es la última de las tres epifanías o manifestaciones iniciales de Cristo que hemos rememorado en el tiempo de Navidad: la epifanía a Simeón y Ana en el templo, cuya memoria fue el primero de enero al celebrar el Santo Nombre del Señor; la epifanía a los Magos de Oriente, quienes simbolizan a los pueblos paganos, celebrada el 06 de enero; y la epifanía al pueblo judío en el Jordán y la proclamación de Jesús como el Hijo de Dios, la cual celebramos hoy. Pero no son estas las únicas epifanías, a lo largo del año litúrgico nos adentraremos en otras manifestaciones de Cristo, como su revelación en las Bodas de Caná, hasta la gran epifanía del Cristo resucitado en Pascua.

Las lecturas del día de hoy nos señalan en primer lugar a Juan como el último de los profetas del Antiguo Testamento, una voz en el desierto, proclamando un bautismo en el río Jordán. Este no era un bautismo como lo que entendemos hoy día sino solamente un signo del arrepentimiento y conversión a Dios que Juan predicaba. Las personas al escuchar a Juan se volvían a Dios y expresaban esa voluntad de enderezar sus caminos bajando al río y dejándose sumergir por él en el agua; he ahí el signo de que habían optado por abandonar una vida de pecado para regresar a Dios. Sin embargo, Juan insistió una y otra vez en que él no era el Mesías sino su heraldo, y que tras él vendría alguien que bautizaría en fuego y en Espíritu, el verdadero bautismo.

Y es así como Jesús, llegado de Nazaret, bajó un día al Jordán para ser bautizado a pesar de la resistencia de Juan. El momento ha llegado y Jesús va a iniciar su ministerio; Él que es el cordero de Dios se pone a la fila con los demás pecadores y se hace bautizar como un pecador más no porque Él tuviera pecados sino porque quiso identificarse con la humanidad extraviada y, como cordero pascual, asumir sobre Él nuestros pecados.

De Él profetizó Isaías cuando dijo: “Llevó nuestras enfermedades, y sufrió nuestros dolores; y nosotros le tuvimos por azotado, por herido de Dios y abatido. Mas él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados.” (53:4-5)

Por esta Palabra que hemos escuchado llegamos a comprender por fe que Cristo realmente ha tomado y cargado sobre sí, como si fueran suyos, no solamente tus pecados, sino también todos tus dolores, todas tus enfermedades, todas tus heridas; todo el sufrimiento de la humanidad recayó en Él para que nosotros pudiésemos ser liberados y podamos tener esperanza. Tenemos un Salvador que sabe lo que sufrimos, sabe lo que nos duele, y comprende nuestra realidad de pecado y desobediencia, como dice el salmo 103 “se acuerda que somos de barro”, esto es, frágiles, pero al mismo tiempo nos concede gracia para superar esos dolores y levantarnos; Él no se ha quedado ajeno en el cielo sino que se ocupa de nosotros porque sabe de nuestras luchas, y esa gracia que nos ofrece gratuitamente, ese don para caminar con Él y no ser vencidos por el pecado y el dolor, nos la ofrece gratuitamente a través dos medios que son como dos fuentes: la Palabra de Dios que tú escuchas, lees y haces vida; y los sacramentos que Él instituyó, bautismo y santa cena. Estos son, queridos hermanos y hermanas, los medios de la Gracia.

El día de hoy, centraremos nuestra mirada en el primero de los dos sacramentos dejados por Cristo, el bautismo, que muchos de ustedes han recibido en la infancia, y que es la puerta de toda vida cristiana.

 

PRIMERA PARTE

¿Qué es un sacramento?

Un sacramento es un signo externo, visible y sensible, por el cual se nos manifiesta una realidad espiritual. El sacramento actúa como una señal por la cual Dios manifiesta que recibimos y somos sellados por la promesa de su Evangelio: la remisión de nuestros pecados y la vida eterna obtenidas por el único sacrificio de Cristo en la cruz.

La Iglesia no inventa los sacramentos, sino que estos han sido instituidos por el mismo Cristo como signos para nosotros; y Cristo instituyó dos: el bautismo y la santa cena.

La palabra bautismo viene del griego “baptizein” que significa sumergir; en la epístola a los Romanos 6:3-4 el apóstol Pablo dice: “¿No sabéis que todos los que hemos sido bautizados (sumergidos) en Cristo Jesús, hemos sido bautizados (sumergidos) en su muerte? Porque somos sepultados juntamente con él para muerte por el bautismo, a fin de que como Cristo resucitó de los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en vida nueva.” Por el bautismo somos efectivamente sumergidos en la muerte de Cristo de un modo espiritual para participar en su vida divina.

Cristo mandó a sus apóstoles bautizar a los que crean en Él, como dice en Mateo 28:19 “Por tanto, id, y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.” En ese mandato hay dos elementos clave: el primero la comisión que tenemos los cristianos y cristianas de hacer discípulos, es decir, llevar la Buena Noticia a otras personas para que también crean en Jesús y se salven; y el signo externo de ese discipulado que es ser bautizados con agua en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. De modo que quien bautiza no lo hace por sí mismo ni en su propio nombre, sea que bautice el pastor o cualquier otro cristiano, como fuere, somos solo instrumentos, cumplimos un mandato, y bautizamos en nombre de Dios mismo: El Padre quien nos creó, el Hijo quien nos redimió, y el Espíritu Santo quien nos santifica.

Dice Lutero en su Catecismo Menor que “El Bautismo efectúa perdón de los pecados, redime de la muerte y del diablo, y da la salvación eterna a todos los que lo creen, tal como se expresa en las palabras y promesas de Dios.” Así lo afirmó también el apóstol Pedro cuando exhortaba a los judíos en Pentecostés: “Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo.” (Hechos 2:38)

Cristo ha asociado sus sacramentos a promesas, cuando recibimos un sacramento somos sellados con esa promesa, pues el sacramento es la garantía de que efectivamente esa promesa de Cristo se cumple en nosotros. En el evangelio de Marcos (16:16) Jesús promete “El que creyere y fuere bautizado, será salvo.” Esta promesa se ha cumplido en cada uno de ustedes que han sido bautizados y creen en Cristo y son discípulos y discípulas suyos.

Cuando fuimos bautizados hemos sido además lavados por la sangre que Cristo derramó por nosotros en su cruz, como está en Apocalipsis 1:5 “Cristo nos amó y nos lavó de nuestros pecados con su sangre.” Y hemos renacido a una vida nueva, la vida bautismal, gracias al Espíritu que recibimos en el sacramento, así lo prometió el Señor cuando dijo a Nicodemo “El que no naciere de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios.” (Juan 3:5) y en la primera epístola a los Corintios (12:13): “Por un solo Espíritu fuimos todos bautizados en un cuerpo, sean judíos o griegos, sean esclavos o libres; y a todos se nos dio a beber de un mismo Espíritu.”

Este lavamiento y renacer en el Espíritu, que son la base de nuestra vida bautismal, también es explicado en el Catecismo de Heidelberg: “Cristo ha instituido el lavamiento exterior del agua, añadiendo esta promesa: que tan ciertamente soy lavado con su sangre y Espíritu de las inmundicias de mi alma, es a saber, de todos mis pecados, como soy rociado y lavado exteriormente con el agua, con la cual se suelen limpiar las suciedades del cuerpo.” (Pregunta 69)

 

SEGUNDA PARTE

¿Cómo puede el agua lavar nuestros pecados?

En efecto, el agua por sí misma no puede lavar nuestros pecados. El agua es solo agua, pero cuando al agua se une la Palabra de Dios entonces esta agua es bautismo. Hace unos momentos hemos hablado de qué son los sacramentos y hemos dicho que son signos sensibles, estos signos o elementos sensibles son el agua, el pan y el vino. El agua por sí misma no tiene ninguna virtud espiritual, no es mágica, no obra por sí misma, pero para que sea un sacramento debe unirse a ella la Palabra de Dios y la voluntad de realizar por fe lo que Cristo había ordenado. De ese modo, cuando a la Palabra de Dios que nos manda bautizar en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo, se une el agua, se hace el sacramento. Cuando la Palabra se une al elemento se hace el sacramento. El agua no es por sí la que lava nuestra alma sino la Palabra que actúa en nosotros, mas el agua es un signo de esa acción espiritual y es un sello visible de que hemos recibido la promesa.

Muchos creen que el agua tiene poder por sí misma solo porque es “agua bendita”, pero esta agua se corrompe al igual que cualquier otra, lo que la distingue es el uso que le damos unida a la Palabra de Dios; todo beneficio espiritual no lo recibimos por el agua misma sino por Gracia de Dios mediante nuestra fe en sus promesas, como enseñó el apóstol Pablo a Tito (3:5-8): “Cristo nos salvó, no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino por su misericordia, por el lavamiento de la regeneración y por la renovación en el Espíritu Santo, el cual derramó en nosotros abundantemente por Jesucristo nuestro Salvador, para que justificados por su gracia, viniésemos a ser herederos conforme a la esperanza de la vida eterna. Palabra fiel es esta.”

Por tanto, si usamos el agua es solo como un signo y medio para que obre la Palabra de Dios. El agua que posteriormente, sobre todo en nuestra congregación, se deposita en la pila bautismal y en la que muchos de ustedes acostumbran mojarse lo dedos al entrar en el templo, no tiene ningún poder especial por haber sido bendecida sino que actúa como un símbolo que nos recuerda nuestro bautismo y nuestro compromiso de vivir como hijas e hijos de Dios.

 

TERCERA PARTE

¿Qué es vida bautismal?

Ese compromiso es lo que llamamos la vida bautismal. Cada día “el viejo Adán en nosotros debe ser ahogado por pesar y arrepentimiento diarios, y que debe morir con todos sus pecados y malos deseos; asimismo, también cada día debe surgir y resucitar la nueva persona, que ha de vivir eternamente delante de Dios en justicia y pureza” (Catecismo Menor de Lutero). Si tú has sido bautizado y quieres ser discípulo de Cristo, cada día debes hacer morir en ti el viejo Adán, que es el pecado y el egoísmo, a través del arrepentimiento, extinguiendo los malos deseos y no escuchando la tentación; y debes renovarte en tu mente mediante la Palabra y la oración, en ellas recibirás la fuerza para luchar contra tu egoísmo. El Espíritu Santo te ayuda en este morir y nacer día a día inspirándote, guiándote, moviéndote, de modo que vivas realmente una vida bautismal siempre en novedad, siempre íntima relación con Dios quien habita en ti por su Espíritu. Tú que has recibido el bautismo eres ahora una criatura nueva pues “si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas.” (2 Corintios 5:17) y esa vida bautismal ya no la vives solo sino en la compañía de los otros santos, los que han sido santificados como tú por Cristo, y esa comunidad (o comunión) de los santos, ese cuerpo único cuya cabeza es Cristo, es la Iglesia, no una institución, no una denominación ni un edificio, sino la común-unión de los hijos e hijas de Dios que creen en Cristo, viven en Él y se alimentan de su Palabra y sacramentos.

Tú y yo, y todos, formamos parte de ese cuerpo, “por tanto, nosotros también, teniendo en derredor nuestro tan grande nube de testigos, despojémonos de todo peso y del pecado que nos asedia, y corramos con paciencia la carrera que tenemos por delante” (Hebreos 12:1) seamos sal y luz de la tierra dando testimonio más con las acciones que con las palabras que Cristo realmente nos ha cambiado la vida y es quien da vida en abundancia (Juan 10:10). No hay vuelta atrás, queridos hermanos y hermanas, esa es nuestra vocación, vivamos nuestro bautismo, y como dice 2 Pedro (1:10-11) “ya que Dios los ha llamado y escogido, procuren que esto arraigue en ustedes, pues haciéndolo así nunca caerán. De ese modo se les abrirán de par en par las puertas del reino eterno de nuestro Señor y Salvador Jesucristo.”

 

Oremos.

Santo Dios, te damos gracias porque tú nos has llamado desde toda la eternidad y nos has destinado a ser tus hijos e hijas, y nos has lavado y regenerado mediante el sacramento del bautismo para que cada día vivamos en novedad y crezcamos en fe. Gracias por todas tus promesas y por lo que obras en nosotros. Capacítanos para poder mantenernos firmes en nuestra fe y arraigados en esta vocación; y concede que por tu Espíritu seamos testimonio, sal y luz, de las maravillas que haces en nosotros para que muchos crean, se bauticen, sean discípulos y alcancen la salvación. Oramos en el nombre de tu Hijo Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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