LA REFORMA PROTESTANTE Y EL TRABAJO
Texto del sermón para el cuarto domingo de la Reforma, 24/10/2021
Las lecturas de ese domingo han sido:
Divisa de la semana: Colosenses 3:23-24
Primera lectura: Génesis 3:17-19
Salmo 127
Segunda lectura: 2 Tesalonicenses 3:10-15
Evangelio: Mateo 6:25-34
Queridas hermanas y hermanos. Estamos en el cuarto domingo de la Reforma, y siguiendo los temas propuestos para este año sobre la influencia de la Reforma en la vida cristiana actual reflexionaremos sobre la relación entre el trabajo y la Reforma protestante.
El acontecimiento de la Reforma marcó un hito que cambió la manera en que la cristiandad occidental entendía el trabajo, todavía hoy día sigue haciéndose sentir la influencia del protestantismo en lo que se conoce como la ética del trabajo, e incluso muchas de estas ideas fueron retomadas y replanteadas ya desde finales del siglo XIX tanto por la iglesia de Roma como por sectores del protestantismo que paralelamente desarrollaron una Doctrina Social basada en las Sagradas Escrituras que además hacía frente a las tendencias materialistas propias del surgimiento del socialismo.
La pregunta de fondo es la siguiente, para nosotros los cristianos ¿qué es el trabajo?
Durante siglos, ya desde antiguo, se había asociado el trabajo con imágenes bastante negativas. Tengamos en cuenta que la sociedad en la que se incardina el cristianismo de los primeros siglos, esto es, la sociedad grecorromana, entendía culturalmente que el trabajo estaba destinado solo a los seres inferiores de la sociedad: esclavos y siervos. El hombre libre no debía dedicarse al trabajo sino a gobernar la casa, la ciudad o el Estado. Trabajar era cosa deshonrosa. Quizá de ahí que la propuesta del cristianismo fuera una vez más un choque contracultural: Pablo, el apóstol de los gentiles, es decir, de los conversos de ese mundo grecorromano, no solo exaltaba el trabajo como un valor sino que además lo recomendaba a todos por igual. Trabajar con las manos, con sosiego, para ganar el propio pan, era también signo de ser buen cristiano, pero no por el trabajo en sí mismo sino haciendo del trabajo un medio de santificación del mundo.
“El trabajo dignifica al ser humano” hemos oído decir muchas veces, aunque yo me inclino más por la versión dada por un querido amigo jesuita: “Es el ser humano quien dignifica el trabajo.” Esto es más acorde con el pensamiento del apóstol Pablo. Muchos en las primeras comunidades, acuciados por la idea de que la venida del Señor iba a realizarse en cualquier instante durante esa generación, habían optado simplemente por no trabajar, abandonar toda labor y esperar la segunda venida; en ese interín exigían a la Iglesia que les proveyera del alimento cotidiano. Quizá había algo de malinterpretación [voluntaria o involuntaria] de aquellas palabras del apóstol: “Nos queda poco tiempo (…) por lo tanto los que usan este mundo vivan como si no les aprovechara, poque este mundo está llegando a su fin” (1 Corintios 7:29.31), de ahí que en lugar de trabajar optaran por el oportunismo de vivir a costa de la Iglesia aprovechándose de la diaconía que proveía de alimento a los hermanos y hermanas más necesitados.
El abuso resultó doble, porque no solo vivían en el ocio [u holgazanería] sino que, además de vivir a costa de la ayuda de la Iglesia, no hacían nada, pero se entrometían en todo. No hay que ir muy lejos para comprender que quienes proceden así causan a la larga un enorme daño a la Iglesia aprovechándose de ella; incluso el día de hoy sigue habiendo individuos que a costa de la Iglesia siguen viviendo sin hacer nada pero entrometiéndose en todo, tristemente, con la anuencia de la misma Iglesia.
Para enmendar este abuso, el apóstol recomendó en la segunda epístola a los Corintios que cada uno debía trabajar con sus propias manos y con sosiego, él mismo llevó el consejo a la práctica trabajando por sí mismo en cada congregación que visitaba. La exhortación que hemos leído en 2 Corintios nos invita a ser capaces de valernos por nosotros mismos en la medida de lo posible para no ser una carga onerosa a los demás y, sobre todo, hacerlo con sosiego, es decir, lejos del afán consumista, del lucro indebido o de lo que hoy llamamos “adicción al trabajo.”
El trabajo, entendido desde la óptica de Pablo, es entonces un medio de santificación cuando se realiza como testimonio de una vida comprometida con la fe a tal punto que la fe impregna y da sentido a todos los aspectos seculares de la vida, principalmente el trabajo. Cristo era un hombre trabajador: “Mi Padre hasta ahora trabaja, y yo trabajo” dice el Señor en Juan 5:17; los apóstoles eran hombres habituados al trabajo cotidiano, el mismo apóstol Pablo era tejedor de tiendas y durante el tiempo en que atendió la congregación que se reunía en casa de Priscila y Aquila trabajó día a día con ellos en el taller, como testimonia Hechos 18:1-3, para no tener que depender de la misma congregación ni tener que deberles nada que no fuera el amor.
En ese mismo trabajar sosegado día a día la fe se pone en obra. El mensaje del Evangelio leído, escuchado y profesado el domingo debía llevarse a los demás días de la semana y resplandecer especialmente en el trabajo. A menudo, nos imaginamos a los apóstoles hablando ante grandes multitudes, cuando la realidad es que era más bien el trabajo cotidiano el medio por el cual se predicaba, las más veces simplemente con el ejemplo: la honestidad en la cuestión económica, la labor bien realizada, la responsabilidad especial hasta en los detalles, eran gestos que seguramente llamaron la atención, sin contar con que en el intercambio con otras personas se podía dejar caer algunas perlas del Evangelio.
El ser humano santifica su trabajo cuando lo ejecuta no como una carga obligatoria sino como una alabanza al Dios que sigue trabajando en medio de nosotros, haciendo salir su sol sobre justos e injustos, y haciendo llover sobre santos y pecadores.
Pero la visión sobre el trabajo de aquellos primeros cristianos pronto se vio empañada con el paso del tiempo y el acomodo de la Iglesia. En el siglo IV Agustín de Hipona tuvo que hacer frente a aquellos cristianos y cristianas que bajo la apariencia de piedad monacal “escurrían el bulto” para no trabajar aduciendo que era incompatible una vida de oración y contemplación con el trabajo cotidiano. En respuesta, Agustín les dedicó el brillante libro De Opera Monachorum, El trabajo de los monjes, donde adelanta las mismas tesis que retomarían siglos después Lutero y Calvino: Incluso el trabajo más sencillo [como el de un barrendero] pero realizado como una alabanza da más gloria a Dios que las muchas plegarias ociosas de los monjes.
Un siglo después, Benito de Nursia cristalizó estas ideas en la infalible sentencia “Ora et Labora”, orar y trabajar. Hacer de la oración también un trabajo, y hacer del trabajo una oración continua. El ocio, y en especial la acedia, ese no querer hacer nada sino hallar placer en la indolencia [y en el entrometerse en lo ajeno], era tenido como muy peligroso por aquellos primeros monjes que tenían presente el mandato de Pablo “trabajen sosegadamente.” La vagancia la madre de todos los vicios, y entre los monjes del cristianismo oriental se popularizó el lema: “Que la tentación te encuentre con las manos ocupadas.”
Al promediar la Edad Media, el trabajo había retomado el sentido negativo propio de la antigüedad. Los señores no trabajaban sino sus siervos. Esta deformación se sustentaba incluso desde la Iglesia misma aduciendo que Dios había dado el trabajo al ser humano como un castigo, una interpretación errónea del pasaje que acabamos de leer en Génesis “con el sudor de tu frente comerás… trabajarás la tierra, pero te dará espinos.” Sin embargo, la realidad es que en el primer momento de la Creación Dios pone en manos del ser humano la tierra para ejercer en ella el trabajo como su administrador o mayordomo, como afirma el segundo relato del Génesis: “Y puso Dios al hombre en el jardín del Edén para que lo labrase y cuidase” (2:15). No dio Dios el trabajo al ser humano como un castigo sino como un precioso don, pero si algo nos enseña el relato del Génesis es que cuando se infiltra el pecado, el egoísmo, la corrupción, incluso la labor más noble acaba siendo ensuciada y pierde su sentido.
En contraposición al trabajo se había ensalzado la vida piadosa y cómoda de monjes, prelados, nobles y eclesiásticos. Las riquezas [muchas veces mal habidas] eran vistas como un signo de bendición divina, y la religión era utilizada como un negocio lucrativo [pensemos en la venta de indulgencias o en las tasas para cobrar estipendios por la celebración de bautizos, bodas o funerales; para anular matrimonios o conceder cargos eclesiásticos…]. Es en el culmen de estos abusos cuando despunta la Reforma para enderezar lo torcido.
Lutero había encontrado que, la labor de una ama de casa, pasando por el oficio del carpintero o del hortelano, hasta la profesión de un juez, eran igualmente importantes y agradables a los ojos de Dios, y además debían desempeñarse con responsabilidad y diligencia no por miedo al castigo sino como una alabanza.
En la Tabla de Deberes con que concluye su Catecismo Menor Lutero recuerda a los cristianos que “el trabajador merece su salario” (Lucas 10:7) y además, que es importante que “respetéis a quienes trabajan entre vosotros…” (1 Tesalonicenses 5:12), y a los trabajadores exhorta a prestar servicio no para agradar a los hombres sino como servidores de Cristo, de corazón haciendo la voluntad de Dios, sabiendo que el bien que uno hiciere, ese recibirá del Señor. (Efesios 6:5-8)
También en su Catecismo Mayor Lutero invita: “Mientras te diriges a tu trabajo recuerda los Mandamientos o recita una pequeña plegaria, y mientras trabajas canta un himno.”
En la casa de Lutero nadie tenía por qué estar ocioso: Catarina elaboraba cerveza, atendía a los huéspedes, cocinaba, cultivaba la huerta, iba al mercado a vender o comprar, administraba las cosas de su esposo, y aún tenía tiempo para los niños y para leer la Biblia. El mismo Lutero no paraba de trabajar predicando varias veces al día, dando clases, escribiendo libros, enseñando a sus discípulos, componiendo himnos y debatiendo contra sus adversarios. El hogar de Lutero vino a ser un ejemplo de laboriosidad, de un cristianismo en el que la esfera de la piedad y de lo secular no estaban separadas sino entrelazadas: los afanes del día a día eran llevados a la oración, y la oración era llevada a los afanes del día a día.
Calvino elevó el trabajo de don a virtud. En la Ginebra de Calvino se conjugaron brillantemente la laboriosidad con la austeridad. Él hacía recordar lo que dice el libro de los Proverbios: “El dinero mal habido desaparece pronto, mas quien ahorra poco a poco prospera” (13:11). No se trataba de una austeridad vacía sino de saber prescindir de lo prescindible en pro de la familia ¡Cuántas cosas hay, y cuán pocas necesitamos!
En el trabajo, el ahorro y la disciplina veía Calvino un medio eficiente para superar no solo el pecado sino además la pobreza, aquella que había sido vista en la Edad Media como una condición social inexorable. [Anécdota del granjero]
La famosa sobriedad calvinista, tan parecida a la de los epicúreos, no tenía por objeto una abstinencia de bienes sino la moderación en el uso de la riqueza. No en vano, esa disciplinada combinación de trabajo eficiente, ahorro y moderación hizo levantarse económicamente a pueblos que habían sido empobrecidos por la guerra y las epidemias.
Lamentablemente, nuestro contexto es muy distinto al del siglo de Lutero. Asistimos a la realidad de la explotación laboral, la injusticia social y de género en el trabajo, la pobreza endémica y el terrible endeudamiento en que muchas familias se asfixian. Se trabaja harto, pero se percibe poco, podemos hacer nuestras las palabras de Pedro: “Señor, hemos trabajado toda la noche y no hemos pescado nada” (Lucas 5:5)
¿Cómo llevar nuestra fe al trabajo en condiciones tan difíciles? Este, hermanos y hermanas, es quizá el reto de nuestro cristianismo actual, encarnar la fe y el valor del trabajo en circunstancias muchas veces complicadas. Pienso que es importante recuperar, en primer lugar, el valor del trabajo como testimonio: no se trata de llevarse la Biblia a la oficina ni de hablar de la Iglesia en ella, sino de hacerlas cosas de manera que se note que para nosotros el trabajo es algo más que una rutina. Algo tan simple como la honestidad, la amabilidad, la responsabilidad y el sentido del deber son ya de por sí testimonios de que asumimos el trabajo desde otra perspectiva. Podemos hacer del trabajo una plegaria en acción, sin palabras sino con gestos, y una alabanza en movimiento.
Nuestra hermana Leena nos recordó el domingo pasado que cada cristiano y cristiana es también sacerdote en virtud de su bautizo, y es precisamente en el trabajo, además de otros ámbitos, donde desempeñamos real y eficientemente ese oficio sacerdotal universal, que no consiste en celebrar misas sino (como decíamos en la divisa) en hacer todas las cosas bien, como para el Señor, quien en resumen es el único para quien trabajamos.
Es posible que no pocas veces el temor y el cansancio nos invadan. Pero Cristo nos ha dejado una Buena Noticia hoy: No se afanen por el mañana que a cada día le bastan sus preocupaciones. Cuando trabajamos teniendo presente el Reino de Dios y su justicia podemos estar seguros de que el Dios que provee a las aves de alimento y a los lirios de vestido sabrá proveernos a nosotros, gente de poca fe, aún de lo necesario para vivir y nos dará de sobra para poder compartir con los demás.
Nuestra fe nos compromete a esto, hermanas y hermanos.
Retomemos el trabajo como alabanza Dios en acción, llevemos el Evangelio a ese trabajo para purificarlo de las injusticias y de la corrupción, sigamos el ejemplo del Dios que trabaja y cada día se hace servidor del género humano, y trabajemos con sosiego sabiendo que es el Señor quien “nos construye la casa y nos guarda la ciudad.”
Dios no está en templo, está contigo en el sudor del trabajo, bajo el sol del campo, en el ruido de la ciudad, en el chirrido de las máquinas y el papeleo de las oficinas. Dios está en el colega o la colega, en quien viene a solicitarnos algo, en quienes tenemos a nuestro cargo como médicos, maestros, servidores públicos o comerciantes. Dios está con nosotros codo a codo en la labor; sabiendo esto, ¿cómo no vamos santificar el trabajo?
Quisiera obsequiarles ahora este precioso verso José Luis Blanco Vega. Que sea a la vez poesía, oración y testimonio:
Te está cantando el martillo,
y rueda en tu honor la rueda.
Puede que la luz no pueda
librar del humo su brillo.
¡Qué sudoroso y sencillo
te pones a mediodía,
Dios de esta dura porfía
de estar sin pausa creando,
y verte necesitando
del hombre más cada día!
Quien diga que Dios ha muerto
que salga a la luz y vea
si el mundo es o no tarea
de un Dios que sigue despierto.
Ya no es su sitio el desierto
ni la montaña se esconde;
decid, si preguntan dónde,
que Dios está -sin mortaja-
en donde un hombre trabaja
y un corazón le responde.
Amén.