El camino a la Pascua: La entrada en Jerusalén.
Ocurrió en el mes de nisán del año 30…
La primavera estaba en ciernes, el invierno estaba llegando a su fin, parecía que en el aire se respirara la atmósfera de un tiempo nuevo y esperanzado cuyo preludio, sin embargo, estaba cargado de cierta amargura. Los retoños de las plantas verdeaban y las brevas de las higueras empezaban a surgir. Jesús pudo haberlo notado con no poco entusiasmo, el germinar de la naturaleza a su alrededor y el despertar de las primeras flores y frutos le hacía pensar en la inminencia del Reino de Dios. Había estado predicando sobre el Reino en el Norte de Palestina y en su Galilea natal, pero era ya la hora de dirigirse al corazón de la nación judía, a Jerusalén. El pronóstico no era muy alentador, a la par de las multitudes que le seguían admiradas, sea por los milagros o por auténtica fe, también habían no pocos que acechaban a su alrededor cada vez más en forma amenazante. Los discípulos pudieron haber percibido aquel aire hostil, Jesús lo hizo manifiesto más de una vez al declarar enigmáticamente cuál era el final que le esperaba al Hijo del Hombre en Jerusalén, Pedro había intentado en vano desviar a Jesús de una perspectiva tan pesimista, demasiado para un líder mesiánico, y a cambio había sido reprendido en público por Jesús: «¡Apártate Satanás! Tú sigues pensando como los hombres…»
Cuando supo que era el momento preciso Jesús partió a Jerusalén junto con sus discípulos. La Pascua se aproximaba y su idea era celebrarla en la Ciudad Santa. Caravanas de peregrinos partían juntos desde sus ciudades y pueblos encontrándose alegremente en el camino que, descendiendo a la vera del Jordán, conducía a la ciudad de Dios. Entre cánticos y salmos abandonaron Cafarnaún a través de la ruta oriental hasta cruzar Jericó, entonces enfilaron en dirección al Monte de los Olivos, desde cuyo panorama amplio y privilegiado podía verse despuntar resplandeciente Jerusalén.
La Pascua judía atraía alrededor de 125.000 personas cada año provenientes de todo el Mediterráneo, incluso desde Roma, quienes se unían en el Templo (sumándose a las casi 55.000 almas que vivían en la ciudad) para conmemorar la liberación, porque la Pascua era la gran fiesta de la liberación, una fiesta en la que los sentimientos nacionales y la nostalgia aparecían a flor de piel y se mezclaban con la indignación de la ocupación romana y la nueva esclavitud: Roma había sustituido a Egipto, los judíos eran esclavos en la tierra prometida. Quizá por ello Jesús la consideraba el momento ideal para predicar el Reino.
Al aproximarse a Jerusalén los compatriotas de Jesús lo iban reconociendo y las caravanas de galileos iban encontrándose, así Jesús acabó estando a la cabeza de un nutrido número de peregrinos que entonaban los cánticos de liberación de sus amadas Escrituras enardecidos a la vista gloriosa de la ciudad y del Templo. Poco antes de llegar Jesús subió a un asno, su gesto tenía un claro significado: no solo entraba como un peregrino más, sino que frente a los emperadores y soldados que desfilaban en sus briosos corceles de guerra, Él, el Mesías, entraría en la ciudad de Dios en un asno, signo profético de humildad y paz (Zacarías 9:9).
Es muy probable que al cantar los tradicionales salmos de las subidas (120-134) una sensación de gozo mesiánico se apoderase de todos los presentes, pudieron haber hechas suyas las palabras de los salmos deseándose la paz mutuamente (salmo 122: 8-9), y al entonar el solemne salmo 118 los peregrinos prorrumpieran en acción de gracias mientras arrancaban ramos de olivo y los tendían bajo los cascos del asno que cabalgaba Jesús, también algunos romeros se desprendieron de sus mantos y tapizaban con ellos el camino por el que ascendía Jesús en un claro signo de testimonio de su realiza mesiánica (2 Reyes 9:13).
Los ciudadanos de Jerusalén se sobresaltaron al escuchar una muchedumbre de galileos y peregrinos que, aproximándose a las puertas de la ciudad, cantaban a voz en grito: «¡Hossana! – ¡Danos la salvación, Señor! – ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! ¡Caminemos juntos con ramos hasta el altar de Dios! ¡Den gracias a Dios porque es eterna su misericordia!» (salmo 118).
Probablemente a más de uno le pareció que el gesto de Jesús no era sino una sátira al poder romano. En el año 129 a.C el emperador Adriano había visitado las ciudades orientales del imperio entrando victorioso en cada una sobre un caballo blanco, con la armadura ceremonial, y recibido con himnos y panegíricos solemnes; el mismo Pilato había entrado en Jerusalén unos días antes que Jesús también sobre un caballo de guerra para reprimir cualquier disturbio durante las fiestas. En cambio, el Mesías hacía su entrada triunfal sobre una acémila, una burla a los desfiles y procesiones del imperio romano construido a base de dominación militar y violencia (¡Cuánto puede cuestionar esto nuestras orgullosas «paradas» militares durante las fiestas nacionales de hoy día!)
Naturalmente no sería esta muchedumbre de peregrinos que acompañaban a Jesús quienes unos días después reclamen su sangre ante Pilato, aquellos hombres y mujeres que no pertenecían a Jerusalén ni a su élite se sentían estrechamente ligados al profeta de Galilea, no así los ciudadanos y vecinos mismos de la ciudad quienes hasta el momento desconocían a Jesús y preguntaban perspicaces a los galileos «¿Quién es este que llega bajo ese clamor?» (Mateo 21: 10-12). Algunos fariseos se acercaron, notablemente indignados, para pedir a Jesús que apaciguara a sus seguidores, pero Él les dio como respuesta que «si estos callasen las piedras gritarán» (Lucas 19: 39-40)
Jesús entró en la ciudad. Contrario a lo que muchos esperaban – sobre todo sus discípulos – no pronunció ningún discurso ni exclamó arenga alguna, tampoco realizó ningún milagro sino que, al igual que un rey examina sus dominios, Jesús recorrió en silencio el Templo observando atentamente a su alrededor.
Caía la tarde sobre Jerusalén y el sol hacía brillar el oro en las paredes del Templo haciendo que desde el Monte de los Olivos la ciudad pareciese dorada, hermosa, nostálgica. Jesús pudo haberse maravillado ante el ocaso en la ciudad de Dios, alguno llegó a notar las lágrimas que bajaban íntimamente sus mejillas mientras murmuraba: «Ay Jerusalén, Jerusalén, que apedreas a los profetas… ¡Si tan solo tú comprendieras lo que conduce a la paz!…» (Mateo 23: 37; Lucas 19: 41-42).
Al anochecer, Jesús y sus discípulos abandonaron la ciudad y se dirigieron a Betania (Lit.: la Casa del Pobre; Marcos 11: 11), la semana previa a la Pascua empezaba, el camino estaba llegando a su fin y la Hora de Jesús estaba por cumplirse…