SOMOS EL TEMPLO VIVO DE DIOS

 

 

SERMÓN PARA EL DOMINGO XXV DESPUÉS DE PENTECOSTÉS (14.11.2021)

+ Evangelio del Día. Marcos 13: 1-8

Jesús salía del templo cuando uno de sus discípulos le dijo: «Maestro, ¡mira qué piedras! ¡Qué edificios!» Jesús le dijo: «¿Ves estos grandes edificios? Pues no va a quedar piedra sobre piedra. Todo será derribado.» Estaba Jesús sentado en el monte de los Olivos, frente al templo, cuando Pedro, Jacobo, Juan y Andrés le preguntaron por separado: «Dinos, ¿cuándo sucederá todo esto? ¿Y cuál será la señal de que todas estas cosas están por cumplirse?» Jesús les respondió: «Cuídense de que nadie los engañe. Porque muchos vendrán en mi nombre, y dirán: “Yo soy el Cristo,” y a muchos los engañarán. Cuando oigan hablar de guerras y de rumores de guerras, no se angustien, porque así es necesario que suceda, pero aún no será el fin. Se levantará nación contra nación, y reino contra reino, y habrá terremotos en muchos lugares, y habrá también hambre. Esto será el principio de los dolores.

¡Alabanza a Ti, Cristo Jesús!

 

Queridas hermanas y hermanos, nos acercamos al final del año litúrgico, de aquí en ocho días celebraremos la fiesta de Cristo Rey la cual marca el fin de los domingos posteriores a Pentecostés y con la que se cierra el Año de la Iglesia.

En estos últimos domingos la liturgia cristiana nos invita a reflexionar sobre la realidad del fin de los tiempos, la Escatología alrededor de la segunda venida de Cristo. En el Evangelio de hoy Jesús ofrece a sus discípulos una pista sobre esa realidad que tarde o temprano, en el momento previsto por el plan de Dios, habrá de cumplirse.

Sin embargo, quisiera centrarme hoy en la escena que da pie al discurso escatológico de Jesús.

Los discípulos comentan al Señor “¡Mira qué piedras y qué edificios!”. Seguramente habrían ido a Jerusalén al menos un par de veces en la vida, y siendo ellos venidos de provincia se habrían admirado enormemente al contemplar la grandeza de Jerusalén, el corazón del pueblo judío, y la soberbia suntuosidad del Templo, alma del culto hebreo.

Los judíos estaban orgullosos de su Templo, este había sido reconstruido varias veces luego de saqueos e incendios, y cada vez era más grande y hermoso que el anterior.

En este Templo moraba la presencia sagrada de Dios, la “Shekinah”, esa presencia de Dios que como una sombra se había posado sobre el Arca de la Alianza y que ahora, según creían fervientemente los judíos, se hallaba siempre presente allí en el Templo detrás del velo que la ocultaba del mundo profano. Solo el Sumo Sacerdote podía acceder a ella una vez al año.

El Templo era un símbolo importantísimo para ellos, sus decorados en oro y plata, los cultos de adoración con sus complicadas liturgias y nubes de incienso y el ritmo cotidiano de sacrificios y ofrendas mezclado con la continua afluencia de cientos de personas a diario venidas de todo el Mediterráneo causaban admiración incluso en los no judíos; no nos extraña que cada tirano extranjero, cada rey, cada emperador, al poner sus ojos sobre Palestina planificara tomar el Templo: quien dominara el Templo dominaría al pueblo judío aferrado a él.

Pero Jesús tenía una idea muy diferente del Templo. En el evangelio de Juan, apenas iniciando su ministerio Jesús realizó un gesto profético cargado de simbolismo y totalmente desconcertante, Él expulsó a los múltiples vendedores del recinto sagrado, volcó sus mesas de cambio y clamó que aquella era una cueva de ladrones cuando en realidad debía ser Casa de Oración para todas las gentes. Solo las personas capaces de percibir sutilmente el significado de este gesto podrían haber visto en Jesús la impronta del profeta Isaías (56:7); a los discípulos no se les escapó una clara alusión al salmo 69:10 “El celo por tu casa me consume.”

Pero no era el celo por las piedras, por los muros y el decorado, no era el celo por la liturgia ni por el culto, ni por la venta de animales y el intercambio económico, y mucho menos era el celo por el Templo como signo de la identidad étnica judía, sino el celo por la Casa de Oración.

La gran novedad que trae Jesús es que Dios ya no habita en templos de piedra. Así lo declaró a la Samaritana con una claridad meridiana: “Ni en este monte ni en Jerusalén… sino en Espíritu y verdad.” Valdría recordar que, muy a su pesar, Dios no quiso un Templo para sí; a través de Isaías (66:1) había hablado: “El cielo es mi trono, y la tierra es el estrado de mis pies. ¿Qué clase de casa podrían edificarme? ¿Qué lugar pueden ofrecerme para mi reposo?” y con relación a los sacrificios había revelado: Si yo tuviera hambre, no te lo diría a ti; porque mío es el mundo y todo lo que en él hay. ¿Acaso he de comer carne de toros, o beber sangre de machos cabríos?” (Salmo 50: 12-13)

Siendo así, ¿dónde mora la presencia de Dios? Aquella Shekinah que descendió sobre el Arca de la Alianza y que era imposible de contener en el Templo tras el velo del Sancta Sanctorum ya no podía permanecer más tiempo enclaustrada al servicio de un culto superficial y de un pueblo de corazón mezquino.

Esa presencia sagrada, al llegar la plenitud de los tiempos, descendió en el seno de María, la jovencita elegida por Dios, “El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por lo cual también el Santo Ser que nacerá, será llamado Hijo de Dios” (Lucas 1:35); esa misma presencia estaba operando en el mundo en Cristo, sanando a los enfermos, limpiando a los leprosos, abrazando a los excluidos y alimentando a los hambrientos, revelando a un Dios que no se queda hierático en el Templo sino que sale a las calles, los arrabales y los campos en busca de sus hijas e hijos olvidados.

En Jesús estaba activa y operante la mano de Dios mismo, Él era su Templo, el Templo de carne y barro no hecho por manos humanas, el Templo que Dios era capaz de levantar si los hombres lo derribaban. Como dice Juan (1: 19-23) Jesús les respondió: “«Destruyan este templo, y en tres días lo levantaré.» Entonces los judíos le dijeron: «Este templo fue edificado en cuarenta y seis años, ¿y tú en tres días lo levantarás?» Pero él hablaba del templo de su cuerpo. Por tanto, cuando resucitó de entre los muertos, sus discípulos se acordaron de que había dicho esto, y creyeron en la Escritura y en la palabra que Jesús había dicho.”

Por eso, cuando los discípulos insisten en su admiración por la arquitectura del Templo Jesús responde de manera casi cortante “No quedará piedra sobre piedra”.

Hermanas y hermanos, ahora somos nosotros el verdadero Templo, somos nosotros el verdadero lugar de encuentro con Dios; no es el edificio que nos acoge sino la comunidad de fe que allí se congrega para ofrecer su adoración y alabanza. Y cada cristiano y cristiana es a su vez un Templo de Dios donde mora su Espíritu Santo, así lo declara el apóstol Pablo: “¿No sabéis que sois templo de Dios, y que el Espíritu de Dios mora en vosotros? Si alguno destruyere el templo de Dios, Dios le destruirá a él; porque el templo de Dios, el cual sois vosotros, santo es.” (1 Corintios 3: 16-17).

Siendo hechos Templos de Dios por nuestro bautismo somos enviados al mundo para ser lugar de encuentro de Dios con las personas, con aquellos que no creen, no tienen esperanza, con quienes necesitan de la Buena Noticia. Estamos llamados a ser lugar de comunión con nuestro prójimo. A ser el signo viviente de la presencia de Dios entre nosotros en este mundo tan extraviado. ¿Estamos siendo auténticos Templos de Dios?

Al final de los tiempos no quedará piedra sobre piedra. Los más bellos edificios, las catedrales más imponentes y los palacios serán reducidos a escombros, un temblor inoportuno puede arrasar con lo que antes era el orgullo de un pueblo, pero a la Iglesia de Dios, al Templo conformado por sus hijos e hijas, ese Templo vivo no puede arrasarlo ni los fenómenos físicos, ni las epidemias, ni las persecuciones, sino que se mantiene firme, asentado sobre la Roca que es Cristo, y siendo lugar de acogida para todos los desvalidos. Ese Templo que no se cae somos nosotros.

Que cada hogar sea un Templo sagrado de Dios donde reine Él desde el amor, el perdón, el trabajo y la convivencia. Que cada comunidad cristiana sea un Templo donde reine desde la inclusión, el anuncio del Evangelio y la redención. Que cada uno de nosotros sea casa de oración y morada del Espíritu entre la gente.

Como dice el Señor en el Evangelio de hoy, que nadie nos engañe con sutiles falacias, con novedosas ideologías ni con mesianismos. Que nada nos asuste, nada nos estremezca; permanezcamos afirmados en nuestra fe, asentados sobre la Roca, sin contaminar el Templo de Dios que es nuestro corazón. Perseveremos en el bien aunque nos hagan guerra, sabiendo que el que persevere hasta el final se salvará.

Que el Señor nos conceda ser esos Templos vivos en Espíritu y verdad, ahora y siempre. Amén.

 

 

+ Rev. Gustavo Martínez S.

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