El camino hacia la Pascua: Domingo de Ramos

 

Faltaban pocos días para la Pascua, la luna aparecía más brillante en el cielo y la primavera estaba cerca. Jesús tomó la firme resolución de subir a Jerusalén, la hora había llegado y el Hijo del Hombre debía ser glorificado.

Jesús no va a Jerusalén a ser coronado rey, Él tiene claro cuál va a ser el desenlace de esta última visita a la ciudad santa: el camino de la cruz. Ya desde antes había advertido a sus discípulos: “El Hijo del Hombre debía sufrir mucho, y ser rechazado por los escribas y los sacerdotes, ser matado y resucitar a los tres días” (Marcos 8:31), y también les dijo: “Con un bautizo he de ser bautizado ¡Y cuán angustiado estoy hasta que se cumpla!” (Lucas 12:50)

Pero estas palabras aún eran un enigma para los apóstoles quienes no entendían, tenían miedo de preguntarle (Marcos 9:32) y, en el caso de Pedro, se rebelaban ante el panorama de la cruz: “¡Lejos de Ti, Señor! ¡De ningún modo te suceda eso!” (Mateo 16:23)

Mas, Jesús parte hacia Jerusalén y sus discípulos fueron con Él, y el pequeño grupo se sumó a la extensa caravana de peregrinos que por esos días se dirigía a Jerusalén desde las provincias; muchas personas reconocieron a Jesús en el camino y lo saludaron con entusiasmo ¡Es el profeta de Galilea! ¡Es el Nazareno! Algunos incluso se acercaron para pedir a Jesús que los admitiera entre sus discípulos cercanos, pero Jesús dejaba en claro a todos cuáles son las exigencias del Reino de Dios: No hay lugar para los indecisos y los vacilantes, ni para quienes se entusiasman pronto pero enseguida abandonan el camino. A uno le declara: “Ninguno que empuña el arado y mira hacia atrás es apto para el Reino de Dios” (Lucas 9:62), a otro que quería ir a enterrar a su padre le dijo: “Deja que los muertos entierren a sus muertos” (Mateo 8:22); a aquel le advierte que “El Hijo del Hombre no tiene dónde reclinar la cabeza” (Mateo 8:20) y al joven rico le invita diciendo: “Anda, vende todo y repártelo entre los pobres, luego ven y sígueme…” (Marcos 10:21)

Aun así, la gente que sigue a Jesús es cada vez más numerosa y la comitiva se hace mayor, este peregrinaje es una auténtica marcha mesiánica. Al cruzar el Jordán a la altura de Jericó las familias destacadas se disputaron el honor de hospedarlo, pero Jesús prefirió quedarse en casa del despreciado Zaqueo, el recaudador de impuestos (Lucas 19:1-10); y al salir de la ciudad un mendigo ciego que estaba sentado en la puerta pidiendo limosna clama: “¡Jesús, hijo de David, ten piedad de mí!” (Marcos 10:46-52). Gracias al milagro con el que Jesús le devuelve la vista se enciende aún más el entusiasmo de los peregrinos; las amenazas de las autoridades judías cayeron en el olvido, y en la peregrinación empieza a oírse el grito de “¡Bendito el que viene en nombre del Señor!”

Los apóstoles mismos se sienten cada vez más entusiasmados. Presienten que se aproxima un acontecimiento importante cuando Jesús llegue a Jerusalén, muchos esperan que Él instaure el Reino de Dios con poder y expulse a los romanos; incluso Salomé, la madre de Santiago y Juan, se acercó para pedirle a Jesús que sus hijos se sienten en puestos de honor cuando sea entronizado… No entendían a dónde iba Jesús.

Pronto, la comitiva entra en el pueblo de Betania donde Jesús se hospeda en casa de Marta, María y Lázaro. Allí una mujer derrama perfume sobre sus pies como una premonición de su próxima sepultura (Marcos 14:3-9) desatando los comentarios egoístas de Judas.

Pasado el Sabbat, llega el momento de concluir el viaje, falta poco para entrar en Jerusalén. Este en un día especial, Jesús decide hacer el último tramo sobre cabalgadura a pesar de que siempre ha viajado a pie. Cuando unos vecinos se enteran de que Jesús requiere prestado un asno lo ceden con mucho gusto, Él ha preferido no subirse a un caballo pues el caballo es símbolo de la guerra y estaba asociado a los emperadores y al trote arrogante de los soldados romanos, en cambio el asno era símbolo de mansedumbre y de paz; de hecho el gesto de Jesús es un gesto profético en la misma línea de Zacarías quien había dicho: “He aquí que viene tu Rey, justo y victorioso, humilde y montado en un asno” (Zacarías 9:9). Cristo, el Rey verdadero, Príncipe de paz, viene a Jerusalén en un humilde borrico.

Los galileos que vienen con Jesús entonan el salmo 118 y pronto sus voces de júbilo se mezclan con las voces de los cientos de peregrinos que van juntándose al acercarse a Sión. Al llegar al Monte de los Olivos arrancan ramos para vitorear a Jesús y alfombrar el camino mientras cantan “¡Hosanna! ¡Bendito el que vienen en nombre del Señor!” (Salmo 118:25-27); unos fariseos, escandalizados pidieron a Jesús que reprendiese a sus discípulos, pero Él contestó: “Os aseguro que si estos callaran, las piedras clamarán” (Lucas 19:39-40).

Al ver la ciudad santa desde el Monte de los Olivos Jesús se estremeció no por lo que le espera sino por la misma ciudad. No pudo sino suspirar con tristeza al decir: “Si tan solo hoy aceptaras el mensaje de paz, pero ha quedado oculto a tus ojos… Vendrán días en los que tus enemigos te rodearán y no dejarán piedra sobre piedra” (Lucas 19:41-44).

El sol empezaba a declinar bañando de oro las murallas de Jerusalén cuando Jesús, entre peregrinos, cánticos y bendiciones, atravesó sus puertas…

 

 

+ Rev. Gustavo Martínez S.

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